miércoles, 9 de marzo de 2016

El Tosco

                
       
Dicen, que con los años, cada vez precisamos dormir menos. Yo creo que es porque  uno se va convirtiendo en más crítico de si mismo. Primero, recuerdas lo que querías hacer y no hiciste, y eso te impide conciliar el sueño. Luego, analizas aquello que hiciste y no debías haber hecho y eso no te deja dormir.

La historia que hoy cuento - y en la que mi intervención, no me hace sentir demasiado satisfecho - es la de Don Ángel. Era catedrático de geografía en el instituto Gaona de Málaga, y aunque su nombre de pila es el que acabo de expresar, todos los alumnos, no importa de que curso, le conocían como “El tosco”.

Este alias, que aprendías a los pocos días de entrar de “pipiolos”- como eran llamados despectivamente los alumnos de primer año - pasaba generación tras generación de estudiantes, pronunciándose a veces en su presencia y, desde luego, en cuanto volvía la espalda. Esto era así, ya que Don Ángel estaba más sordo que una tapia y si no miraba fijamente a la cara de su interlocutor, no sabía, a ciencia cierta, que es lo que este, estaba diciendo.

Viudo desde hacía años, vivía con su hija - también profesora  - que cuidaba de él, y que incluso en público, le hacía objeto de frecuentes regañinas, por su poco cuidado aspecto, en donde su camisa arrugada, alguna mancha en la chaqueta y los bolsillos repletos de  toda clase de papeles, eran las características de Don Ángel.

Contaban que, tras la guerra civil, había sido “depurado” por sus ideas democráticas, y esto - aún sin habérsele achacado nada delictivo - le llevó aparejado la postergación en muchos puestos en su escalafón de funcionario y un destino de castigo, en una isla del archipiélago canario, hasta que a principios de los años cincuenta, perdonados por el ministerio - aunque no olvidados - sus pecados liberales, pudo regresar nuevamente a la península, obteniendo plaza en la ciudad andaluza.

“El tosco”, a partir de entonces, aprendió a hablar sin decir nada, y sus más atrevidas frases en política - cuando en su asignatura había de referirse al sistema – eran aludir a él como “el régimen nacional sindicalista, analítico sintético”, diciendo las dos últimas palabras con un hilo de voz y mirando la puerta, no fuese que alguien escuchase fuera.

Y conste, que su agudeza era mucha .Aún recuerdo una de las frases que más me hicieron pensar y que con el tiempo me convencieron de lo lúcido de su pensamiento: “Las cuatro grandes potencias – afirmaba refiriéndose al reparto de poder tras la guerra mundial – son tres, Estados Unidos y Rusia”

Su apodo se debía - además de a su forma de describir el paleolítico - a lo brusco y desabrido de sus maneras, en gran parte motivadas por el defecto físico de su sordera que le hacía desconfiar de todo el mundo, y la verdad es que - al menos por lo que concernía a los alumnos - no le faltaba razón.

Una de las bromas con las que solíamos reírnos del pobre hombre, era la petición de salida de clase. Consistía el asunto, en que uno de los escolares se dirigía a él y, sin mirarle directamente a la cara y haciendo gestos exagerados de no poder aguantar las ganas de orinar, le decía en voz queda: Don Ángel, ¿me da usted permiso para ir a cagarme en su padre...?

El profesor, guiado más por lo que veía que por su oído, e interpretando la petición por los gestos, respondía complaciente - Si hijo, ve, pero no tardes demasiado. La carcajada era general y aunque intuía que algo había sucedido, la angelical cara del alumno que tenía delante, le dejaba sin argumentos.

No obstante, incluso en aquellos años las ciencias adelantaban que era una barbaridad, y un buen día apareció nuestro hombre en clase, con un moderno audífono.

El aparato, último grito en la época, era un armatoste del tamaño de una caja de puros, que llevaba Don Angel colgado del cuello y del que salía un indiscreto cable negro acabado en un auricular tipo teléfono, que se prendía - a su vez - a unos de sus pabellones auditivos.

- ¡Tecnología alemana...! -
gustaba decir su dueño mientras lo palpaba orgulloso. No obstante, debía ser tecnología de primera generación, porque era raro el día, que en uno u otro momento no se estropeaba. Pese a todo y por si las moscas, la “bromita” del permiso para salir a orinar, dejó - por elemental prudencia - de gastarse.

Pero ¿que no serán capaces de urdir treinta diablos de catorce años?. Al poco, el pobre Don Ángel sufría de una nueva modalidad de broma.

Con la clase en silencio, uno de nosotros - previamente designado por sorteo - se dirigía al profesor, que preguntaba, con su tradicional hosquedad, que deseaba.

El alumno, comenzaba entonces a mover los labios como si hablase, aunque en realidad no decía nada. Don Ángel, achacando el no oír a un defecto del aparato, empezaba a trastear este, y a subir el volumen.

Cuando el mando de audición estaba al máximo, el escolar, con toda la fuerza de sus pulmones expresaba su petición, dejando - y ahora por exceso - a Don Ángel, sordo del bocinazo. La carcajada era de antología, y para colmo, aún había de aceptar las disculpas que el alumno - en tono compungido le ofrecía - achacándose todo, a un fallo del audífono.

Y así, fueron pasando los años, y entre bromas y sustos - los días en que nos descubría - llegó el momento de su jubilación. El instituto le ofreció una placa y le brindó un homenaje en el que no faltaron los discursos. Entre otros el del profesor de Formación Política, que se las daba de orador, y que prodigó frases como, “servidor de la patria”, “deber cumplido”, “español insigne” y otras de idéntica factura…

Don Ángel - mi entrañable “tosco”- asistió al acto en silencio, y sin enterarse absolutamente de nada, porque aquel día - sospecho que intencionadamente - había olvidado en casa su sonotone.

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

2 comentarios:

  1. Siempre ha existido la crueldad de los alumnos a hacia los profesores; aquí os pasabais un poquito...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Fuimos crueles Pepe. Demasidio, diría yo hoy, visto desde mis años

      Eliminar