domingo, 20 de marzo de 2016

El analfabeto



Todos, por lo general, tendemos a considerar a las personas que no saben leer ni escribir, como minusválidos mentales, y desde el instante en que tal cosa sucede, un inmotivado sentimiento de superioridad surge en nosotros con respecto a ellos, cuando muchas veces no les llegamos en inteligencia, ni a la altura de la suela de sus zapatos. Este fue el caso que ocurrió con Ramón.

Tuvo nuestro personaje la poca fortuna, de nacer en mal sitio y  peores circunstancias. Fue el tercer hijo de unos agricultores pobres de solemnidad, en la Andalucía profunda de primeros del siglo pasado, donde los pocos niños que tenían posibilidad de ir a la escuela, eran sustraídos de esta por sus propios padres, que veían en esta actividad - a la vez que una pérdida de tiempo - la privación de unos brazos para trabajar.

Por esto, a principios de los cincuenta, cuando cumplió los treinta y dos años, lo único que sabía hacer Ramón, en el mundo de las letras, era firmar, estampando, con trazo inseguro, ante todo papel en el que debiera figurar tal requisito, una hermosa cruz de San Andrés. (1)

Desde adolescente, había sido hombre serio, prudente, ahorrador, nada dado a juergas ni locuras de juventud, de austeras costumbres, amante de las tradiciones… Es decir, lo que entonces se llamaba una “persona de orden” y que ahora se catalogaría sin dudar como un “carca”.

Quizás fuese por estas cualidades por lo que, un día, recibió una citación urgente para presentarse “para un asunto de su interés” en el gobierno civil de la provincia.

Con el traje de los domingos y boina nueva, tres horas antes de la cita, se hallaba ya Ramón, aguardando a la puerta del edificio provincial, mucho antes de que hubiesen llegado a su trabajo los ujieres de servicio.

Tras larga espera, fue finalmente recibido por el secretario general, el cual luego de interesarse brevemente por su salud, y la de sus señores padres, pasó a exponerle el motivo de tan repentina cita. Se había decidido - por quien podía hacerlo - que ante la inminente jubilación del alcalde de su pueblo, se ocuparía él de regir los destinos del municipio.

Para esto, dada su carencia en instrucción - de la que ya estaban enterados - sería ayudado, por un secretario municipal, que, licenciado en derecho, estaría a su lado para todo lo que  hiciese falta.

Ramón, apenas balbuceó unas frases - no se sabe si de aprobación o de repudio - aunque su interlocutor le hizo el mismo caso que si oyese llover, y cuando aquella noche regresó al pueblo, sobre el duro asiento de un vagón ferroviario de tercera clase, traía ya en su bolsillo, el nombramiento de primera autoridad municipal, cuyo cargo había de empezar a ejercer a partir del mes siguiente.

Las cosas pasaron tal y como le habían anunciado. De la capital llegó un joven bien vestido, que sin dejar de hablar, proponía, aconsejaba y sugería lo que había de hacerse, aunque antes de que las órdenes fuesen ejecutivas, eran todas firmadas, por el flamante alcalde, con la cruz que le identificaba.

Las cosas, no podían ir mejor, se acometieron obras públicas, se arreglaron algunas calles, una nueva fuente en la plaza mayor…

Hasta que un día, a eso de las cuatro de la tarde, justo cuando el señor alcalde acababa de conciliar la reglamentaria siesta, llamó a su puerta, gorra en mano, al alguacil municipal, para anunciarle que unos señores de fuera, requerían su urgente presencia en el consistorio.

-¿El señor alcalde?
- preguntó con cara que no anunciaba precisamente fiesta, el que parecía llevar la voz cantante. - Un servidor - contestó Ramón, que de siempre, había mantenido una actitud casi reverencial, hacia  la gente de la capital.

- Verá, venimos a verle, porque se ha advertido un desajuste entre el gasto de este ayuntamiento y las obras que ha efectuado, que asciende a varios millones de pesetas.

Ramón, que no había visto un millón junto en toda su vida, tras hacer venir al secretario, inició el examen de los libros. Todo parecía estar bien, hasta que uno de los visitantes extrajo de un portafolios un fajo de papeles, que resultaron ser contratos de obras y suministros, todos cobrados y ninguno realizado, y en los cuales había, al pie, la firma - cruz del señor alcalde.

- Claramente se deduce, señor alcalde, que este ayuntamiento con su anuencia, ha estafado al erario público en estas cantidades. ¿Que tiene usted que alegar...?


Ramón, extendió ante si los documentos y tras una rápida ojeada afirmó:- Ninguno de estos papeles han sido firmados por mi - y mientras hablaba hizo un ángulo recto con sus dedos índice y pulgar en la parte inferior del papel y concluyó: - Señores yo siempre firmo aquí - y señaló el punto en donde acababa su índice - A ver esos papeles, si son o no son míos.

Los investigadores, cotejaron uno por uno los escritos sospechosos, y ninguno tenía la cruz en el lugar exacto, indicado por el alcalde. Luego, hicieron lo propio con las actas del consejo municipal, y otros papeles sin trascendencia, y todos coincidían con  lo que dicho por Ramón.

La palidez, casi cadavérica, que fue adquiriendo la cara del secretario municipal, que al poco concluyó por reconocer su culpabilidad en el asunto, puso fin a la prueba.

La justicia - aunque lenta como es su tradición - acabó por sentenciar, a más de diez años de cárcel, al avispado secretario, que con toda seguridad durante su condena, lamentó amargamente no haber estudiado en la misma universidad que Ramón, para obtener - tan solo - la mitad de su sabiduría.

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

(1) Cruz de San Andrés = La que tiene sus brazos en aspa.

2 comentarios:

  1. Llegué a conocer a uno de esos "analfabetos" que nació antes de la I República. Y se dedicaba a tratante de ganados. Echaba las cuentas en reales y duros, no en pesetas. No es que se hiciera rico pero sí que juntó un capitalito.

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    1. Yo creo que de ahí viene el dicho de: "Era más listo que el hambre". Por la mucha que pasaron, sin saber leer y escribir, daban ciento y raya a los licenciados univesitarios. Por cierto, he estado en varias universidades durante mi vida, y menudean en sus aulas, los "burros titulados" Pedro.

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