jueves, 31 de marzo de 2016

El capellán



Hace unas semanas, hablando con un amigo militar, surgió el tema de los capellanes castrenses. Al parecer, esta figura, tan íntimamente ligada a la historia de nuestra milicia, desde la época de la reconquista, está llamada a desaparecer a muy corto plazo.

Da la impresión, de que en este desorientado y confuso principio de siglo, todo lo que hasta ahora existía, quiera ser cambiado por otra cosa - no digo si para bien o para mal - en una, al parecer deliberada intención, de olvido del pasado.

El caso es que, en breve, las necesidades espirituales de los ejércitos, serán atendidas por curas no militares, que desempeñaran sus misiones, con idéntica preparación en una división acorazada, que - pongo por caso - en un convento de madres ursulinas. Por eso, los que somos nostálgicos del pasado - en cuanto lo que este tiene de costumbrista - vamos a echar de menos la figura del capellán castrense.

Estos hombres, mitad monjes, mitad soldados, y en muchas ocasiones más lo segundo que lo primero, siempre lucían sobre su negra sotana de clérigos, una, dos o tres estrellas de seis u ocho puntas, quedando patente con ello su condición de capitanes, comandantes o coroneles - yo incluso conocí a uno general - y cuando se acercaban a algún soldado, en el ejercicio de su ministerio, este no acababa de tener claro, si le iba a imponer una penitencia de tres padres nuestros, como sacerdote, o una semana de arresto, como comandante.

Sé de algunos, que cuando se encontraron con soldados, reticentes al llamado de la fe, incluso llegaron a gritarles: ¡Que te digo que te arrepientas, coño, que es una orden...!

La historia que hoy contamos va, por tanto, de capellanes y soldados. De capellanes de la época gloriosa del capellanato, cuando el principio de la espada y la cruz juntas, se fundían a la perfección en tan singulares personajes.

Transcurrían años dolorosos para España. La guerra de África, segaba casi a diario vidas de jóvenes, que en las desérticas tierras de Marruecos, morían en un infierno, sin fin ni sentido. Nombres como el Gurugú, el Barranco del Lobo o Annual, habían vestido de luto en un solo día a miles de familias de todo el país, en una trágica lotería de la muerte.

Fue en este ambiente de desasosiego y miedo, cuando llamaron a filas a Diego alias “Burraco”, que vivía en el Cortijo del Quinto, en el pueblo de Álora.

Destinado como soldado raso a la comandancia de Melilla, despertó - nada más llegar - la curiosidad de sus superiores. Sus más de dos metros de estatura, ciento veinte kilos de peso y gigantesca complexión, propiciaron, el que hubiese de encargarle desde las botas, hasta la más mínima pieza de su indumento militar, ya que ninguna de las existentes en la intendencia, era adecuada a su talla. Incluso el guardamonte del gatillo de su fusil, hubo de ser anulado, pues no le cabía dentro el dedo para poder disparar.

Todo estaba, en Diego, en consonancia con lo hasta ahora dicho. Comía tanto como siete personas juntas, su voz, incluso en susurros, sonaba como un trueno y era, con diferencia, el más bruto de toda su comarca y aledañas. No obstante, oponía a lo anterior, un carácter sencillo y un temperamento bondadoso, que le hizo muy pronto - a la vez que blanco de las bromas de sus compañeros -  el ser querido por estos, hasta el extremo, de proponerle para cabo por su pelotón, galones, que una vez impuestos, con gran orgullo lucía.

Se hallaba destinado en la misma unidad - con el grado de capitán - un primo de Diego - capellán castrense, y cura de armas tomar - cuyo pensamiento más moderado consistía, en que al infiel, había que dispararle primero, y darle luego la absolución, y que fuese Dios, en su infinita bondad, el que le perdonase su desvío.

Una mañana se despertó el regimiento al toque de generala, (1) y orden de marcha inmediata, pues el enemigo, se aproximaba a la plaza por varios puntos, y se preludiaba un combate inminente e incierto. Antes de partir, el coronel pronunció una arenga a la tropa, de las que erizan los cabellos. Se habló de las madres, de defender la virginidad de las hermanas - por cierto, bien seguras a miles de kilómetros - de la patria en peligro, de dar la vida, del heroísmo…

Junto al coronel se hallaba Paco, el capellán, que durante el desfile que siguió al acto, advirtió de la presencia de su singular pariente, y sin encomendarse a nadie, al pasar este a su altura, se dirigió a él y a voces le dijo: ¡Animo Diego, no te preocupes, que si el Altísimo quiere que hoy mueras en combate, allí estaré yo para darte los santos óleos, y tengas segura tu entrada en el paraíso!

El cabo, sin abandonar la formación, y con estentórea voz, que fue oída en todo el campamento contestó: - ¡Paco !, ¿sabes lo que de digo?. Que si hoy me pegan un tiro, te puedes meter los santos óleos en los cojones...!

De todos es conocido el laconismo militar, pues bien, en ese día se hizo absoluta gala de él, ya que ni el coronel, ni el capellán, ni ninguno de los oficiales, dieron por oída la respuesta de Diego.

(1) Generala = Toque militar para que una guarnición se ponga sobre las armas.

J. M. Hidalgo ( Historias de Gente Singular)

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