jueves, 24 de marzo de 2016

El bajito

 

Un pariente mío, médico de profesión, y que no llegaba a medir más allá del metro sesenta de altura, decía que él no había podido crecer más, por habérselo impedido el desmesurado tamaño de sus gónadas, que le habían hecho imposible, poder separarse del suelo.

La verdad es que, aunque culto en sus expresiones - pues no hay que olvidar que era médico - no era precisamente de falta de carácter, de lo que adolecía nuestro personaje, siendo proverbiales sus discusiones en la defensa de sus puntos de vista – fuese sobre el tema que fuese – que en la mayoría de las ocasiones, hacían doblegar la voluntad de interlocutores de tallas físicas, muy superiores a la suya.

Además del caso expuesto, he conocido infinidad de otros personajes – todos de baja estatura – que demostraron siempre una fortaleza de carácter, en proporción inversa a los centímetros de su talla corporal, como intentando hallar en ello, la compensación – en temperamento - de su escaso tamaño.

Pese a esto, los bajitos, suelen ser presa de bromas fáciles y descalificaciones gratuitas, que hacen que - en muchos casos - partan de situaciones de inferioridad, como sucedió en la época de las Cortes de la primera República Española, a un diputado de estatura extremadamente baja, que peroraba desde su escaño parlamentario -  puesto en pie y a voz en grito - sobre la reforma a una determinada ley.

Como tenía el verbo fácil y usaba argumentos convincentes, hizo un acertado análisis de la cuestión a debate, de forma que estaba consiguiendo hacer cambiar la opinión de la Cámara, por lo que otro diputado de la oposición - al advertir el peligro - gritó interrumpiéndole:

“¡Que se ponga de pie para hablar!”. El choteo general que se organizó entre sus señorías, dio al traste con el alegato, y de paso con la enmienda.

Pero anécdotas aparte, quiero hoy relatar la historia de un bajito, al que - aunque por la edad no llegue a conocer - responde al estereotipo de lo que aquí glosamos, y cuya vivencia estuvo siempre relacionado, con los centímetros que medía.

Bartolo - naturalmente nacido en Álora - había arrastrado la cruz de su talla desde su infancia: Fue el más pequeño de sus hermanos, el más bajo de su colegio, formó siempre en la mili en la última fila de su batallón, y cuando se casó, su mujer - pese a calzar zapato bajo - le sobresalía, en el altar, más de un palmo de altura.

Además de esto, nuestro hombre tenía un defecto al hablar, pues lo hacía de un modo gangoso y acelerado, que complicaba la comprensión de sus palabras, por lo que sus interlocutores temían hablarle, ya que casi siempre acababan - por culpa de su talante - discutiendo con él.

Las mayores polémicas solía tenerlas con sus jornaleros y empleados, que sabedores de su fuerte carácter, le respondían que si, a todo cuanto Bartolo les decía, en muchos casos sin saber tan siquiera lo que les estaba ordenando.

Por eso, un día en que hablaba con un recién contratado, sobre un tema en el que su interlocutor había de contestar negativamente, al hacerlo en forma positiva, nuestro hombre - mientras daba saltos en el suelo del berrinche - le decía a gritos con su complicado hablar: ¡¡Que tienes que decirme que no... coño..!!, ¡¡ Que tienes que decirme que no...!!, sin que al final, llegasen a entendimiento alguno.

Lo peor para él, era que alguien le llevase la contraria. En una ocasión, a un empleado remiso a sus órdenes, le conminó - so pena de inmediato despido – a que cuando le llamase, dejase todo lo que tuviese en sus manos para atender de inmediato a su requerimiento y, como es natural, no tardó mucho en ocurrir el incidente.

Estaban en época de cosecha, y tras la recogida de la aceituna, todo el personal de la hacienda se ocupaba en trasegar el recién extraído aceite, a las tinajas situadas en la bodega de la finca, operación para la que - en la época - se usaban los “pellejos”, recipientes fabricados con pieles curtidas de animales, con capacidad para más de treinta litros cada uno.

Bartolo - con su conocido estilo - mandó llamar al mozo al que se ha hecho antes referencia, el cual en aquel momento, transportaba por las escaleras uno de tales pellejos, operación nada fácil, debido en primer lugar al peso, y en segundo a lo empinado de la bajada que conducía al sótano.

Tan solo oír su nombre, el peón siguió al pie de la letra las órdenes recibidas en su día, y desde lo más alto de las escaleras en donde se hallaba, arrojó el odre que portaba en sus manos, con lo que los treinta litros de aceite, se desparramaron escaleras abajo, haciendo caer también a otros empleados, que estaban realizando la misma tarea.

Tan rápido como pudo, se presentó ante su patrón para ver que precisaba, pensando - en su fuero interno - que si le reprendía su actuación, le daría la respuesta adecuada.

Bartolo, ya enterado del desaguisado ocurrido en el sótano, y sin  hacer caso a las pérdidas, que la conducta del jornalero había producido – grandes para una economía rural - una vez le dijo para que le necesitaba, le apostilló: ¡Así me gusta muchacho, que hagas todo cuanto yo mande...!

Al conocer la historia que acabo de relatar, no pude evitar recordar la frase de mi pariente el médico, y aunque nunca supe como era el tamaño real de las gónadas de Bartolo, de lo que no me cupo jamás la menor duda, es que debía tenerlas muy buen puestas.

J. M. Hidalgo (Historias de Gente  Singular)

No hay comentarios:

Publicar un comentario