martes, 3 de mayo de 2016

El moroso


Anselmo y Ana llevaban veinte años casados, y decían que continuaban enamorados como el primer día, y así debía ser, ya que, si la bondad de los árboles la juzgamos por sus frutos, ellos en el tiempo dicho, habían traído al mundo doce retoños, que algunos ya adultos y otros aún casi a gatas, eran la alegría de su casa y, en más de una ocasión su quebradero de cabeza.

Para sacar adelante tamaña prole, no bastaba solo cariño, sino que día a día, se habían que poner sobre la mesa ingentes cantidades de comida, como si de alimentar un regimiento se tratase, sin olvidar la sección de calzados y vestuarios, y aunque las prendas iban pasando ordenadamente de los mayores a los menores, hasta que su estado lo permitía, cada vez que alguno de los vástagos daba “un imprevisto estirón”, eso significaba un quebranto económico, y - como decía su madre - debían ser de chicle, porque no hacían otra cosa que estirarse.

Pese a todo, la familia no vivía con estrecheces, pues tanto la mujer como el marido trabajaban. Ella regentando un comercio en la comarca de Las Mellizas, cerca de Álora, y él dedicado - como mayorista - a la compra y venta de fruta.

La tienda de Ana, era de las llamadas de “ultramarinos”- recuerdo de cuando España era país colonial - en donde se vendían productos, como el café, el cacao, la caña de azúcar y otros, que aquí eran exóticos, y que dieron nombre a los establecimientos, y aunque – en los tiempos en que esta historia sucedió - se expedían en ellos, desde detergentes hasta papel higiénico, aún conservaban, su antigua denominación.

Eran tiempos de escasez y penuria, y Ana anotaba, en una libreta más voluminosa que una enciclopedia, y en páginas y columnas separadas, los nombres de sus clientes, lo que estos le debían, y las cantidades que entregaban a cuenta cada mes, o cuando sus posibilidades lo permitía. Algunos en poco tiempo dejaban su saldo a cero, otros lo cerraban por trimestres o semestres, pero de entre todos había uno, cuyas columnas solo hacían crecer y crecer.

Tadeo, además de comer como todo el mundo, bebía algo más que resto de los mortales, y no era agua de la fuente lo que ingerían sus sedientas fauces, sino caldos de jumilla y jerez, de al menos dieciséis grados, con lo que ahogaba sus penas, y también sus alegrías, ya que cuando abandonaba la taberna, casi le salían por la boca.

Entre tantas idas a venidas a la barra, se le iban sus escasos caudales, y como en la bodega había que pagar al contado - porque hacía ya largo tiempo que no le fiaban - cada día se agrandaba más la cuenta de la tienda de Ana, pues esta, y por aquello de que eran cosas “para comer”, seguía apuntando, en una interminable retahíla de número, cuyo saldo ascendía ya a bastantes miles.

Una tarde, mientras repasaba las listas de deudores se encontró con la cuenta de Tadeo, y ya fuese porque tenía un mal día, o porque había llegado al colmo de su paciencia, se prometió a sí misma, que hasta allí había llegado.

Pocos días después, sobre las once de la mañana, entró al establecimiento nuestro hombre, y pese a ser hora temprana, lo hizo ya con los ojos chispeantes, por efecto de los vapores de Baco y con media sonrisa, y el sobrero ladeado sobre su cabeza, se dirigió a la dueña del local..

- Buenas, que yo venía a... comenzó a decir el reciente llegado, pero no pudo acabar su frase, porque Ana le cortó en seco. 

- Tú no venías a nada...-terció en un tono que no dejaba lugar a dudas- ¿Sabes cuanto me debes, y desde cuando no me pagas...? ¿Tú que te has creído?, ¿que esto es una casa de caridad...? ¡Pero en el bar bien que pagas... ¿verdad?!  y – ante la pasividad de Tadeo – siguió hasta  desahogarse, y una vez concluyó, el hombre abandonó el local, sin agregar una sola palabra.

Serían las ocho de la noche del mismo día, y estaba ya Ana a punto de bajar la persiana de cierre, cuando apareció en el quicio de la puerta nuestro hombre, que esta vez con el sombrero en la mano, pidió licencia para entrar. - ¿Que es lo que quieres ahora...? inquirió de no muy buen talante la mujer.

- Verá Doña Ana, yo quería ajustar cuentas con usted -
replicó Tadeo mientras echaba mano a su cartera - Cuanto es lo que debo....?. Como una autómata, y casi sin dar crédito a sus oídos, la mujer consultó la libreta de adeudos y le dijo. - Esto suma veintinueve mil quinientas cuarenta pesetas...

En silencio, nuestro personaje extrajo un voluminoso fajo de billetes, que – ante los recelosos ojos de la mujer - fue colocando en un montón, hasta un total de treinta mil pesetas, y una vez hubo acabado, agregó - Mire usted Doña Ana, no me devuelva nada, porque yo quería dejarlo a cuenta de lo que necesito...

Aún desconcertada, y tras comprobar que estaba todo el dinero, la mujer – casi arrepentida de haber sido tan dura por la mañana - le aseguró que no había ningún problema, y que si no cubría con el sobrante, podía reiniciar de nuevo su crédito. Nuestro personaje, no se hizo repetir la oferta, y cuando salió del establecimiento, su cuenta, volvía a arrojar un saldo deudor, de más de tres mil pesetas...

- No te lo vas a creer, dijo Ana a su marido no bien hubo este llegado a casa,    ¿Sabes el dineral que me debía el moroso de Tadeo...?, pues me lo ha pagado todo, y sin rechistar...

- No me digas más - terció el marido- te ha dado treinta mil pesetas, ¿no es cierto?.

- Exactamente
– contestó Ana, sorprendida de las dotes idivinatorias de su cónyuge - ¿Y tú como sabes eso...?.

- Pues muy sencillo, concluyó él sin inmutarse lo más mínimo, porque es la cantidad que me ha pedido esta tarde, para atender una necesidad urgente.

Ana, y pese a las palabras de serenidad que su esposo le prodigó el resto de la velada, no pudo pegar ni un ojo en toda la noche.
   
J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

1 comentario:

  1. El tal Tadeo, tenía unas reacciones algo asombrosas y fuera de serie.

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