Deben ser terribles, los pensamientos que pasan por la mente de un suicida, antes de tomar la decisión - fatal y última - que le aleje definitivamente del mundo de los vivos, para caer en la nada.
Por esto es muy difícil – a priori - pensar que alguno pueda encajar, en el tipo de los personajes que glosamos en Gente Singular, pero cuando me contaron esta historia, no pude sustraerme a la tentación de incluirlo, y por ello seguidamente la narro.
Nunca se supo - porque no dejó carta dirigida al Señor Juez encabezada por la consabida frase “No se culpe a nadie de mi muerte...” cuales fueron los motivos reales que tuvo Olegario para decidir engrosar las filas de los difuntos. El caso es que, analizados por sus paisanos a posteriori, pareció que hubo un poco de todo.
Nuestro hombre, que no había sido agraciado por la madre naturaleza, ni en el aspecto físico, ni en el intelectual, tuvo la malhadada idea – en el corazón nadie manda – de enamorarse perdidamente de una joven guapa, simpática, y para postre, hija única de un acomodado agricultor de la región.
Lo cierto era que Inés, que así se llamaba la beldad, no había prestado más atención a Olegario que la que - en el trato diario - la educación prescribe, pero nuestro hombre había intuido cosas, que en realidad no existían más que en su imaginación, y hacía tiempo que bebía los vientos por ella.
Por eso, el día en que en la fiesta mayor le pidió bailar, y más tarde relaciones, Inés aún con cortesía, le respondió con una negativa, y aunque procuró no herir a nuestro personaje, este se sumió desde ese momento en una depresión, que a fuerza de profundizarse, llegó a quitarle primero el sueño, luego el apetito, y después las ganas de vivir, por lo que tres meses más tarde, y tras ser despedido de su trabajo, por la nula atención que al mismo prestaba, Olegario se preguntó seriamente, cual era su papel en este mundo, y al responderse – seguramente - que ninguno, decidió poner un punto y final, a su paso por este - para él - ingrato valle de lágrimas.
Para el postrer acto – una vez hubo madurado la decisión - se vistió con el traje de los domingos, y único que tenía, y luego de acicalarse como si para una fiesta fuera, se dirigió al río Guadalhorce, el más importante de la provincia de Málaga, con la intención de acabar su existencia cubierto por sus aguas.
Pero como ya hemos dicho, el caletre de nuestro personaje no era muy brillante, y no tuvo en cuenta que al ser el mes de agosto, el río, mermado su caudal por el estiaje, apenas le cubría poco más de las pantorrillas. Pese a todo, y como la primera intención es la que suele prevalecer, se dirigió a una charca del cauce y con más voluntad que cerebro, se tendió boca abajo en ella, con intención de ahogarse en su remanso.
Debe ser muy difícil morirse de esa manera, porque tras varias tentativas, en que el instinto de supervivencia le hizo incorporarse una y otra vez, y ya mojado de pies a cabeza, pensó en otra forma más fácil de poner fin a sus días, y tras abandonar el lecho del río, se dirigió a un eucalipto de la rivera en donde - con su propio cinturón - se colgó por el cuello de una de sus ramas, consiguiendo, finalmente, su fatal propósito.
Todas las idas y venidas de Olegario, habían sido observadas por un peón que se encontraba sobre un ribazo, cavando los alcorques de un naranjal, y que una vez comprobó la real intención de nuestro personaje, nada pudo hacer por él, excepto avisar del trágico suceso, para que la justicia adoptase las últimas providencias al caso.
Pero la ley de la época, estaba en consonancia con todo lo demás, y el código penal del momento, con preceptos seguramente heredados del medioevo, condenaba con penas de cárcel al que presenciase un suicidio, y no adoptase una actitud decidida para evitarlo, y aunque nuestro peón, manifestó no poder hacer nada, ni saber cual era la intención última del finado, nadie le hizo caso y fue procesado como presunto autor, de un delito de auxilio al suicidio.
Y por eso Benito, nombre con el que era conocido el jornalero, fue detenido, y tras instruírsele un procedimiento penal, se fijó fecha para la celebración del juicio oral, en el que nuestro personaje – emocionalmente afectado por el suceso - era a la vez, testigo, culpable, y víctima.
El juez, una vez leída por la acusación, el motivo del procesamiento, pasó al interrogatorio sobre las circunstancias del hecho.
- Responda si no es cierto – comenzó a decir el magistrado con engolada voz - que el día de autos, cuando usted se encontraba trabajando en el campo, vio como el hoy fallecido, se arrojaba al río con intención de ahogarse, y tras desistir en su empeño se dirigió posteriormente a un árbol, y desprendiéndose de su propio cinturón, se anudó el mismo a su cuello y luego de colgarse de una rama, murió sin que usted hiciese nada por evitarlo.
-Verá su Ilustrísima - contestó Benito mientras, nervioso, daba vueltas a su boina entre las manos - lo verdadero, es que yo lo que vi, fue a un hombre bañándose en una charca del río, y que luego se fue hasta un árbol del que se colgó... Y yo me dije... seguramente lo habrá hecho para secarse...¡como se bañó vestido...!
Su señoría, que con total carencia de sentido de humor, estaba en consonancia con el código penal, condenó a nuestro hombre, no solo por el suicidio, sino por befa, mofa y chufla de la justicia.
J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)
Esto demuestra: Que la justicia -juez-, utiliza la justicia para hacer injusticia.
ResponderEliminar