Aún recuerdo cuando - hace ya algunos años- iba a despedir o recibir a amigos o familiares, a pie de avión en el Aeropuerto de Barcelona, sin que para ello fuese preciso tener recomendación alguna, bastando simplemente con entrar en las pistas, y andar por ellas libremente, hasta casi tocar la aeronave.
Pero igual que las ciencias adelantan, los tiempos cambian que es una barbaridad, y en la actualidad antes de acceder a los aviones – y eso como pasajero - casi te desnudan al paso por lo arcos detectores, cuando no es el mismo usuario, el que exasperado por tanto control, se queda en bolas ante el respetable público y los agentes de seguridad, al objeto de demostrar que no es él quien hace pitar a la infernal maquina detectora, cada vez que pasa ante ella.
Esto último no es ninguna exageración, y ejemplos hay de proceder tan estrambótico, por parte de eminentes miembros de nuestra comunidad social, que mejor harían en tener otras aptitudes más edificantes. Pero no hablamos ahora de nuestros referentes sociales, sino de los aviones, los aeropuertos y los pasajeros.
Cuando esto refiero, no había persona que ante el vuelo de un avión, no levantase su cabeza para verlo y no digamos cuando tal posibilidad de observación, podía realizarse a escasos metros del artilugio mecánico.
Por ello, el ir al aeropuerto a “ver los aviones”, era una de las actividades lúdicas, que un buen padre de familia de primero de los años sesenta, solía incluir en su agenda de fin de semana, al objeto de realizarlo con su costilla y vástagos.
La distracción, además, era gratis por lo que no era extraño el ver a familias enteras peregrinando y zascandileando en las soleadas tardes de la primavera y el verano, camino del aeropuerto, a bordo de coches en donde cabían cuatro personas y se transportaban hasta nueve.
El edificio terminal de vuelos, era como de juguete y toda la edificación no superaría más allá de los quinientos o seiscientos metros, en donde se ubicaba las oficinas, los mostradores de facturación y recogida de equipajes, las tiendas de souvenir, entre los que no faltaban las navajas de Albacete - por cierto prohibidas a bordo de los aviones - y cuya venta se efectuaba una vez pasados los controles de embarque, y sobre todo, y con mayor amplitud de la que hubiese sido lógico, vista la extensión de la aerostación, el bar, que ocupaba además, la mejor ubicación en el edificio.
El bar era punto de encuentro, lugar de reunión de negocios, centro de tertulia, y un largo etc., como corresponde a nuestra más recia tradición hispana para este tipo de locales.
Recuerdo una antigua coplilla popular que refiriéndose a Málaga – aunque bien podía haber sido cualquier otra ciudad de nuestro solar patrio – decía: “Málaga, ciudad bravía, que entre antiguas y moderna, tiene veinte mil tabernas, y una sola librería...” bien es verdad que he de reconocer que con el tiempo, todo ha cambiado, ahora las librerías se han multiplicado por diez... y las tabernas también.
Pero otra vez - amigo lector - he vuelto a diversificarme, pues tampoco es mi objetivo hablar de tabernas, librerías ni bares, sino referirme al Superconstellation, avión de la empresa Lockeed, orgullo de la ingeniería aeronáutica de la época, que con sus cuatro motores a hélice y haciendo escala en Madrid, Lisboa, Azores y medio mundo más, a la escalofriante velocidad de poco más de cuatrocientos kilómetros a la hora, hacía trayecto entre Barcelona y Nueva York una vez al mes.
El Superconstellation tenía dos públicos, el que viajaba a bordo – escaso y privilegiado, que recibía hasta un pijama y una bata de dormir de regalo durante el vuelo – y los que – numerosos y solamente “de miranda” - venían a ver su silueta cada vez que tocaba tierra aquí.
Entre los segundos se contaba Anselmo, amante de los aviones, que no fallaba una escala sin venir a admirarlo. Un día, en que marzo empezaba a vestirse casi de verano, nuestro hombre para mejor admirar las evoluciones del cuatrimotor en la pista, se sentó en una silla frente a una mesa velador, ya casi en la misma rampa de vuelo, y tras pedir un chocolate con porras, se dispuso a gozar del espectáculo.
Al poco, la imponente mole de la aeronave, se dibujó en el horizonte y tras una impecable maniobra de aproximación, tomó tierra llegando casi al extremo de la pista.
Ensimismado como se encontraba en la contemplación del aeroplano, no advirtió como el camarero, le avisaba insistentemente, de que permanecer allí era peligroso por el aire de las hélices, pero fuese porque no lo oyera, o porque hiciese caso omiso, el caso es que no se movió de su silla, y a los pocos instantes, el coloso dio la vuelta sobre si mismo, poniendo para ello al máximo la fuerza de sus motores.
Como si de hojas secas se tratase, mesas sillas, sombrillas y quitasoles del bar, fueron barridos en un santiamén, quedando patas arriba el velador y asiento que ocupaba Anselmo y siendo él mismo zarandeado y arrojado al suelo – junto con el chocolate que había pedido - por las rachas de viento de las hélices, quedando toda su ropa, como si de un uniforme de camuflaje se tratara.
Mientras el camarero, solícito, intentaba inútilmente limpiar el traje de los manchurrones del chocolate, Anselmo lejos de arrepentirse, se prometió asimismo, venir – la próxima vez- con un atuendo más adecuado...
En aquellos años, ver despegar y aterrizar un avión, se consideraba un auténtico espectáculo...y es que, en aquellos años, en que nunca pasaba nada, cualquier cosa resultaba fantástica y maravillosa.
J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)
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