martes, 17 de mayo de 2016

El sentencioso


Siempre había sido su propósito jubilarse al cumplir los setenta, y lo que parecía estar muy lejos, acabó por ser una realidad, a la vez triste y gozosa.

Mientras retiraba de su despacho y guardaba cuidadosamente los objetos que le habían acompañado en los últimos cuarenta y cinco años, Don Luis, médico del pueblo desde que este era poco más que una aldea, rememoraba su llegada a  aquel lugar.

Apenas contaba entonces veinticinco años, y había obtenido solo unos meses antes, el flamante título de Doctor en Medicina y Cirugía. Sus ilusiones eran las de convertirse en  un eminente cirujano,  pero las circunstancias y la vida mandan, y por aquello de que se debe comer todos los días - y a ser posible hasta tres veces - terminó por abrir consulta en aquel pueblo, en donde se convirtió, a poco de su llegada y junto con el alcalde, el maestro, el cura, el veterinario y el sargento de la Guardia Civil, en integrante de las “fuerzas vivas” de la localidad, y espejo diario de la ciudadanía.

Alquiló una casa en la calle principal, muy cerca de la fuente en donde todos los vecinos se surtían del agua necesaria para sus hogares, y por tanto, lugar perfecto para el establecimiento de la consulta. “Don Luis Barea. Médico”, rezaba en  una brillante placa dorada que mandó colocar a la puerta de la casa, y que bruñó con sus propias manos, hasta conseguir que luciera como el sol.

No obstante todo ello; a pesar de la refulgente placa, el céntrico lugar elegido, el  constituirse desde el principio en una “fuerza viva” local, y no haber otro médico en el pueblo - descontando al de los animales, que siempre tenía clientela - los días pasaban, y nadie franqueaba la puerta de la consulta en demanda de cuidados, quitado algún mal catarro o alguna torcedura.

Don Luis, con su bata blanca y planchada, perfectamente rasurado y arreglado, andaba y desandaba una y otra vez, como un alma en pena, los escasos metros de que se componía su consultorio, aguardando impaciente, la llegada de su primer paciente, que mereciese ese título, con el que poder demostrar sus vastos conocimientos  médicos.

Una tarde de primavera, a más de un mes de haberse instalado, se hallaba nuestro hombre en su puesto de trabajo - o mejor cabría decir de espera - cuando tras unos leves golpes en la puerta y un -“¿Da usted su permiso?”, asomó tras ella la cabeza -boina calada- de Juan, conocido de todos en el pueblo por el apodo de “el sentencioso”.

El recién llegado, que debía el sobrenombre a lo lapidario y contundente de sus frases, tras penetrar en la habitación y descubrirse, comenzó diciendo:

-A las buenas tardes, doctor, verá usted yo venía para  hacerle una consulta.
-¡Dígame, dígame, buen hombre! - comenzó Don Luis, que aún no acababa de creerse que tenía un paciente - ¿cual es su problema?, ¿Cuales son los síntomas de su enfermedad?


Juan, le miró con la socarrona sonrisa de la gente de pueblo, y en tono parsimonioso continuó.
- Yo me siento más sano que una pera – afirmó - mi pregunta... ¿cómo se lo explicaría?... mi  pregunta es otra.
-Usted dirá entonces, inquirió Don Luis desilusionado, mientras veía desvanecerse por momentos  a su presunto enfermo.
-Verá, lo que yo quisiera  saber - siguió Juan - es si usted cura de la última...

El médico, sorprendido por lo insólito de la pregunta balbuceó.
- Hombre... verá usted  de la última... de la última, si  acaso Dios, y... de la ultimísima… ni siquiera Él....

- Pues en ese caso
- acabó Juan  mientras se dirigía de nuevo hacia  la salida -  muchas gracias doctor, porque de las otras ya me curo yo.

Don Luis permaneció inmóvil, mirando cerrarse la puerta, sin acabar de dar crédito a la conversación de que había sido parte, y empezando a sospechar, que  - para ser médico en aquel lugar - se precisaba algo más que el tener los necesarios conocimientos de medicina.

El día de su retiro, el pueblo entero homenajeó con auténtico cariño a Don Luis, que fijó en él su residencia hasta el final de su vida. Al homenaje faltó sin embargo Juan, al que “la última” había visitado cinco años antes, y cuyo viaje, pese a los cuidados que Don Luis en todo momento le dispensó, no pudo – tal y como él le había anunciado - nadie evitar.

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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