jueves, 26 de mayo de 2016

El zapato



Pepe se casó con Matilde a mediados de la década de los setenta, cuando en España se cantaba, lo de “Libertad sin ira… libertad…”, y se medía el nivel de conciencia democrática de una persona, por la longitud de sus cabellos, y la cantidad de mugre que llevase sobre su vestimenta, mediante la formula de, a más de las dos últimas, mucha más de la primera.

Ambos, eran estudiantes en la universidad de Barcelona, y militantes de una organización estudiantil - naturalmente de izquierdas - y aún con no tener muy claro, cual era su ideario, se sumaban sin dudar, a cualquier iniciativa, fuese de quien fuese, que implicara  no asistir a clase.

Eran aún solteros, cuando una soleada tarde de mayo, nuestros protagonistas, se encontraron en el gimnasio de la facultad, cuando nadie más había, y contagiados del aire de libertad del campus, en poco más de lo que se cuenta, se sorprendieron jugando a los médicos, sobre la verde moqueta de la pista de judo.

Empezado el queso, lo demás fue tan solo cortar lonchas. Pero, no demasiado expertos en métodos anticonceptivos, a los tres meses de iniciada la nueva distracción, hubieron de suspenderla bruscamente, al advertir nuestra heroína - que era muy regular en sus cosas - como de forma radical, un mal día, no tuvo necesidad de volver a adquirir, más compresas higiénicas.

Aunque el grado de modernidad de los dos era notable, no lo era tanto el de sus progenitores - sobre todo los de ella - que no más se enteraron, del imprevisto crecimiento familiar que se avecinaba, tuvieron un cambio de impresiones con Pepe, al que, en cuatro palabras le notificaron, que o lo que venía tenía padre, o las puertas del juzgado quedarían abiertas a una denuncia, amén de algún posible garrotazo, que el presunto suegro, ardía ya en deseos de propinarle.

Pero como Pepe y Matilde se querían, la cosa terminó casi bien. Ella dejó colgada su carrera en segundo curso y él, que la estaba ya acabando, compaginó sus estudios de derecho con una pasantía en un bufete de abogados, al objeto de poder costear los inminentes gastos, y pocos meses más tarde - de gris - pues la gordura de Matilde no daba para blancos, se casaron.

Pasaron los años, y dos nuevos vástagos llegaron a la naciente familia. Pepe prosperó, montó su propio despacho, y llegó el día en que hubo de contratar a alguien  para que le ayudase con los papeles. Fue entonces, cuando conoció a Sonia.

Apenas contaba diecinueve años, era rubia, delgada, de formas rotundas. Su modo de vestir, aún siendo recatado, resultaba insinuante, tenía la voz suave, era cuidadosa, limpia, inteligente…

A Pepe le recordó la Matilde de los primeros años. En poco más de un mes, ordenó el caótico estado de los legajos, y dejó el despacho, tan perfecto que podía encontrarse todo con tan solo una mirada a los archivos. A partir de ese momento, además de eficacia, Pepe comenzó a ver en Sonia, otras cosas.

Todo sucedió un día de otoño, en que durante una tormenta, se fue la luz del despacho. Los dos se encontraron a tientas en la oscuridad, y en un diálogo sin palabras, sus cuerpos se confundieron en la tupida alfombra de la sala de visitas, y cuando - media hora más tarde - volvió el fluido eléctrico, el Don José, con el que Sonia había tratado siempre a su jefe, se había transformado ya, en Pepe.

Desde ese momento, todo para nuestro hombre cambió, y a sus cuarenta y pocos años, comenzó una nueva vida, en la que su joven secretaria era protagonista. Cada noche, cuando cerraban el despacho, la acompañaba en su coche hasta casa, y antes de que abandonase el vehículo, se entregaban en él, a locuras de adolescentes.

Cierta mañana, salió Pepe de casa tarde y  nervioso. Su mujer, le había pedido que  la llevase al domicilio de su madre, ubicado al otro extremo de la ciudad, y nuestro hombre - rezongando por lo bajo- se dispuso a hacerlo. Habían recorrido ya buena parte del trayecto, cuando, al cambiar la marcha del vehículo, algo chocó con su pie. El obstáculo era un zapato de mujer.

La noche anterior - pensó al instante - había acompañado a Sonia, y en la despedida fueron tan efusivos como de costumbre, pero ¿cómo había podido olvidar allí su zapato…? De cualquier forma la cuestión no era como, sino que estaba allí, y si su mujer lo advertía…mejor ni pensarlo.

Primero intentó alejarlo, luego con disimulo, esconderlo bajo el asiento, todo sin éxito, por fin tuvo una idea. Pretextando un fallo del cinturón de seguridad, paró, y mientras simulaba solventar la anomalía, arrojó el acusador zapato a la calzada. Luego, se sentó al volante, y continuó la marcha como si tal cosa.

Estaban ya cerca de la casa de sus suegros, cuando su mujer le dijo. - Pepe, al subir al coche me quité los zapatos nuevos que me molestan, y ahora no encuentro uno de ellos. Seguramente debe estar por ahí... Nuestro hombre se quedó de piedra, pero con la mayor naturalidad, buscó por todo el vehículo, un zapato que - naturalmente - no apareció.

Aún hoy - cuando lo de Sonia y Pepe ya hace años que acabó - no comprende Matilde, como pudo perder aquel día su zapato, en tan reducido espacio.

Los que sabemos la historia real, cuando ella nos refiere el hecho, siempre decimos - que vamos a hacer - que tampoco podemos entender como fue.

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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