Antes de iniciar esta historia – amigo lector – quiero pedirte perdón por hacerlo. Actúo así porque, si eres asiduo de ellas, sabrás que su pretensión es la de hacerte sonreír, por la genialidad o la chispa de los seres humanos, pero hoy – sin embargo – pretendo que reflexiones.
Cuando conocí a Hera, aún no tenía nombre. Llegó hasta mí por casualidad, como suele suceder con las cosas buenas de la vida. Era el cachorro hembra de una camada de perros pastores alemanes, que junto con su hermano, quedaban por adoptar por alguien, y que de no conseguirlo, estaban destinados al sacrificio.
Su dueño, cuando me los mostró, me avisó que – a los veinte días de vida - era muy extraño que tuviesen ya los ojos abiertos, como a ella le sucedía, pues su hermano, que estaba en la misma canastilla, los mantenía aún cerrados.
En realidad, yo solo quería un perro, que además había pedido macho, pero cuando estaba a punto de devolverla a una muerte casi cierta, Hera, apoyando sus pequeñas patitas en el borde del canasto, y con los ojos completamente abiertos, me dirigió –como reclamo o reproche - dos pequeños ladridos, y eso fue decisivo para su suerte.
A partir de ese día me convertí, junto con el resto de la familia, en padre adoptivo de los dos hermanos; biberones, limpieza, juegos, eran como dos niños que, de antemano sabías, que siempre iban a serlo.
En un año, Hera – como de seguida la bauticé – se convirtió en una hermosa perra de cerca de cincuenta kilos de peso, de la que destacaba – sobre todo- la belleza de sus ojos.
Jamás había visto, pese a los muchos animales que he tenido, un perro con los ojos azul celeste. Los ojos de Hera, además de enormes, tenían el color del cielo en verano, y cuando te miraba fijamente- y lo hacía con frecuencia- en ellos podías ver al inmenso amor que transmitían.
Como suele suceder a las hembras de todas las especies, Hera sentirá adoración por su casa. Siempre que iba de paseo, la salida era incierta, dubitativa, el retorno en cambio era certero, y con su enorme fuerza y envergadura, tiraba de su correa para llegar cuanto antes a su hogar, como si temiese no encontrarlo si tardaba en volver.
Recuerdo que en más de una ocasión, cuando venían extraños a casa para realizar cualquier reparación doméstica, si la actividad se desarrollaba en el jardín, nada sucedía, pero era imposible que entrasen en la vivienda de no ir acompañados, porque de pie frente a la puerta, con el lomo como un cepillo, gruñía de forma amenazadora, mientras entornaba los ojos, hasta quedar convertidos en una delgada línea horizontal.
Pero la no disimulada hostilidad, que sentía hacia los desconocidos, se trocaba en amor ciego con los que quería.
Dicen los expertos en perros, que un año en la vida de este animal, equivale a siete en la escala de los humanos. Yo estoy convencido que ella -de alguna forma- sabía eso, y por ello tenía prisa por querer, porque no se quedase dentro de sí todo el amor que albergaba.
Hera, a la que nunca se le permitió tener descendencia, ante la eventualidad de que sus cachorros no pudiesen ser adoptados y haber de pasar por el doloroso trance del sacrificio, siempre mantuvo latente su espíritu materno, y prohijó - como si suya fuese- a una pequeña perrita, que un día encontramos abandonada, y que - años después que ella - murió de vieja en casa.
Se constituía siempre en guardiana permanente, de cualquier bebe que llegase a casa, estableciendo una vigilancia constante ante su cuna, frente a la que yacía tendida, atenta a cualquier cosa que al niño le pudiese ocurrir.
Pero los años pasan más rápidos, cuanto más se quiere a las cosas, y los quince de la vida de Hera, transcurrieron sin sentir. Un día, en una visita rutinaria al veterinario, este advirtió algo raro en las extremidades del animal, tras una batería de análisis, el diagnóstico fue contundente, padecía una grave enfermedad ósea, que dado su metabolismo, en poco tiempo le impediría moverse.
Pocos meses después, una mañana, Hera no pudo levantarse, lo intentaba y sus patas traseras carecían de fuerza para mantenerla en pie. Se intentó negar lo evidente, pero a partir de ese día, tenía que comer echada, no podía correr -que de siempre le entusiasmó- se la había de levantar para que hiciese sus necesidades fisiológicas, ya que se negaba a hacerlas tendida…
Mientras, te miraba desde el fondo de sus hermosos ojos azules, demandando una ayuda que tú no podías darle, y notabas que ella sabía, que había perdido su dignidad como ser vivo.
La negación a la realidad duró poco, dos, quizás tres semanas, en las que - pese al tratamiento- solo empeoró, había que tomar una decisión, y tras consultar con la veterinaria se optó por el sacrificio.
-.Le aseguro que no sufrirá nada – me dijo – estas inyecciones aportan un componente que la hará dormir profundamente, sin dolor…
El drama se sustanció en pocos segundos, fueron peores sus prolegómenos, como cavar la fosa con capacidad para contenerla bajo la yuca gigante del jardín, para que – de alguna manera – siguiera sin alejarse de nosotros.
Insistí en permanecer a su lado hasta el final, yo creo que fueron los segundos de su vida en los que le fui más necesario y mientras la facultativa preparaba el mortal remedio, acogí su amorosa cabeza entre las manos, y cerré sus ojos mientras le hablaba como lo hacía cuando era un cachorro.
Aún continuaba haciéndolo, cuando la veterinaria dijo – Ya está... ¿vé como no ha sentido nada…? Y es posible que la perra no lo hiciera, pero yo – en cambio - había vivido cada segundo de su muerte…
Ya han pasado años de aquello, la yuca bajo cuyas raíces reposa Hera, luce sus frondosos tallos de varios metros, a través de los cuales, en cierto modo ella aún continua viviendo.
Mientras, la escala humana por la que nos medimos sigue inexorable su camino, y un día, no sé cuando, un médico de personas como en caso de Hera, me dirá – o le dirá a los que me lleven hasta él – que una dolencia incurable ha hecho mella en mi, que existen tratamientos…que se puede aún mantener una cierta calidad de vida… que…
Cuando como Hera, haya perdido ya mi dignidad de ser humano, quiero que llamen a un facultativo, para que prepare su inyección letal, dotada de algo que me haga entrar en un profundo sueño y que alguien querido, coja mientras mi cabeza entre sus manos, y me hable como lo hacía mi madre, cuando yo era un niño…
J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)
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