miércoles, 25 de mayo de 2016

El último lañaor


En las décadas de los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, no hizo falta en nuestro país ninguna ordenanza sobre el reciclaje de las basuras, y fue sencillamente, porque en aquella época, aquí no se tiraba nunca nada.

Las cosas se compraban – cuando se podía - y se usaban hasta su ruina total. En aquellos años, no se hablaba en las casas de sartenes o de ollas, porque sartén u olla, solo había una, o a lo sumo dos, que – como las paredes de la vivienda – permanecían, años y años, formando parte de la familia.

Por eso, había personas que vivían con lo que obtenían reparando tales utensilios, y por unos céntimos, alargaban una y otra vez, la vida útil de tal o cual cacharro, de manera que a veces, cuando se daban por fin de baja – con harto dolor del ama de casa – tenían casi tantas partes añadidas como de origen.

Una de esas entrañables figuras era la del lañador - en mi tierra, como es natural  “lañaor” - que con frecuencia era además, paragüero, afilador y lo que se terciase, pues no había artilugio doméstico a cuya reparación no se atreviese.

Llegaban pregonando su oficio - a veces en verso - y acompañándose de una armónica que hacían sonar, recorriendo en el acorde final toda la escala musical, de forma que las comadres - que conocían de sobras la melodía - salían con sus vasijas agujereadas o rotas y mientras lo hacían - en fila rigurosa - aprovechaban el tiempo, para comentar las últimas novedades del vecindario.

Los lañaores, que – como digo - reparaban de todo, llevaban una caldera cilíndrica – casi siempre hecha por ellos mismos - en donde se contenían los soldadores y las brasas de carbón, y cuando el utensilio a arreglar era metálico, recortaban primero un trozo de hojalata, de dimensiones algo superiores a la del descalabro, y tras soldarlo con estaño, este quedaba útil de nuevo.

Si la vasija a remendar era de arcilla, se habían de conservar todas las piezas, para una vez recompuesta y atadas con una cuerda, colocarle unas lañas metálicas que unieran sus trozos. Para ello, se había que perforar previamente a ambos lados de las hendiduras, con una broca metálica, que – al no existir taladro eléctrico – se la hacía girar liándola con una cuerda, colocada en un arco de madera, y que - cómo si se tocase un violín - rotaba hasta lograr horadar la arcilla - a menudo esmaltada - lo que aún dificultaba más la operación.

Esta es – sin  duda – una profesión para el recuerdo, pero mi buen amigo Tino, tiene muy buena memoria, y hace poco me contó la historia de un lañaor singular, de su tierra granadina, que - intentando no traicionar sus palabras - seguidamente narro.

Su vivencia aconteció en la época ya dicha, se llamaba Pedro, era moreno, largo, muy largo – más que un día sin pan – con una abundante cabellera negra, eternamente enmarañada.

Vestía siempre de negro, pues tanto camisa como pantalón eran de este color, llevando invariablemente encima un amplio chaleco - en sus tiempos rojo granate, y finalmente de color marronáceo - y una bolsa de igual tonalidad, donde guardaba los útiles de su oficio.

El itinerario de Pedro era cada día el mismo, iniciaba su jornada en el bar de “Las Chirimías” a la derecha del Darro, en la falda norte de la Alhambra, en donde de balde – pues lo pagaba con su trabajo – tomaba una porra de churros y una copa de aguardiente seco - el de “matar el gusanillo” - y una vez vivificado su estómago, bajaba hasta las orillas del Darro, de cuyos márgenes cogía una porción de barro rojizo, que - sin más preparativos - guardaba en los bolsillos de su chaleco.

Provisto ya de la materia prima necesaria, volvía a subir hasta la puerta de la parroquia de San Pedro, y sin otro medio de transporte que sus alpargatas de cáñamo, de suela gruesa,  atravesaba la Carrera del Darro, hasta la iglesia de San Joaquín y Santa Ana, situada en plena plaza Nueva de Granada, lugar donde el Darro se esconde, para fundirse con su hermano el Genil, a las afueras de la ciudad.

El distrito laboral de Pedro, se extendía entre esta parroquia y la de San Joaquín, barrios en donde casi todos los utensilios, eran aún mayoritariamente de barro cocido, material en cuya reparación, estaba especializado nuestro héroe.

- “¡Venid, niñas, venid... que os arreglo tinajas, lebrillos, orzas, cazuelas, platos y fuentes...!”
gritaba en mitad de la calle, y como si del flautista de Hamelin se tratase, de casi todas las casas salían mujeres con cacharros rotos, que Pedro, en la forma antes descrita, iba recomponiendo mientras les contaba una historia, o se interesaba por la salud de alguien de su familia.

Una vez colocadas las lañas, extraía de sus bolsillos una porción del milagroso légamo del Darro, y sellaba con él las grietas, del trebejo de que se tratase, quedando el utensilio listo para su uso.

- ¿Que te debo Pedro...?
– preguntaba la vecina una vez acabada la reparación de su cazuela - De momento nada... mañana pasaré a ver si se sale... por cierto guárdame un poco de las lentejas que hagas, así de paso las pruebo...

- ¿Cuánto cuesta el arreglo del lebrillo...?
- demandaba otra -Mañana vendré, para comprobar que no se escape el agua - le contestaba, para luego agregar - y no la tires, que aprovecharé el jabón, para aclararme una muda... y así, una tras otra pagaban - casi siempre con otro - el servicio de nuestro personaje.

Según me acabó relatando Tino, al cabo de unos años, volvió a Granada e intentó encontrar de nuevo al singular Pedro, aunque fue vano su intento, pues por más que recorrió la Carrera del Darro, y el barrio donde solía trajinar, nadie supo darle razón ni noticia de él.

Lo que no había podido conseguir antes nadie – jubilar a Pedro – lo lograron dos personajes que aparecieron de súbito en escena, y contra los que nuestro hombre no pudo, en forma alguna luchar, el aluminio y el acero inoxidable, que acabaron – y ya para siempre - tanto con él, como con todos los de su especie.
                   
J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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