lunes, 23 de mayo de 2016

El tio Manel




En mi tierra le dicen “tener juicio”, en otras partes de España se le denomina “sentido común” - pese a que suele ser el menos común de todos los sentidos - en Cataluña, donde esta historia aconteció, se le conoce por una palabra corta y rotunda, “el seny”.

Con uno u otro nombre, que eso a fin de cuentas es lo de menos, ese don, nada corriente entre los mortales, hace a quien lo posee fuente de prudencia, y referencia obligada para con sus semejantes, que en múltiples ocasiones acuden a ellos en demanda de opinión o consejo.

Hay quienes mueren de viejos sin haberlo conocido nunca, otros, aún sin tenerlo de nacimiento, van aprendiendo algo de los que lo poseen, y por último existe un grupo reducido de personas  privilegiadas, que ya desde la infancia, saben nadar con la ropa puesta, y salir secos del río. El tío Manel, era uno de esos últimos.

Él siempre tuvo claro, que en la vida, el camino más corto entre dos puntos - contrariamente a lo sostenido en geometría - no es nunca la línea recta, sino que con frecuencia se debe andar por un sin fin de atajos, para conseguir lo que se pretende, aunque  a veces se tarde más en lograrlo.

La denominación de “tío” con la que era conocido Manel, no era sinónimo de parentesco. Bien es verdad que nuestro personaje tenía sobrinos, pero gentes con las que nunca tuvo el más mínimo roce, le conocían y llamaban de esta forma, y esto era debido al sentimiento, que - mezcla de respeto y confianza - infundía a los que le trataban, y la verdad es que a juzgar por sus acciones, esa sensación no era inmotivada.

Transcurrían los primeros años del siglo XX, y eran - en toda España - tiempos de escasez, cuando no de miseria. Manel, tenía una explotación textil, casi familiar, con la que al correr del tiempo acabó por ser millonario, pero en la fase inicial a la que nos referimos, se controlaban - en un afán de ahorro - incluso los centímetros de  papel usados, para embalar las prendas.

Además de él, y dos miembros más de su familia, trabajaban en la explotación, cinco empleados - de los de boina y alpargatas - y  todos ellos, tanto dueños como asalariados, lo hacían en jornadas de sol a sol, ya que en aquella época, no se conocían ni horarios ni vacaciones.

La fábrica - más taller artesanal que otra cosa - estaba instalada en un cobertizo anexo a su propia vivienda, lindero con el cual se encontraba el corral, también de su propiedad, en donde había gallinas, y otros animales de granja.

Una mañana, María su mujer, llamó a solas a Manel, y con toda la reserva que el caso requería, le informó que de un tiempo a aquella parte, y con total seguridad - pues lo había comprobado en varias ocasiones - cada día faltaba un huevo del ponedero de las gallinas.

Nuestro hombre, tras preguntar a su mujer si alguien más sabía el hecho, y advertirle que guardase el más absoluto secreto sobre él, se dispuso, con la sagacidad que le caracterizaba, a descubrir al ladrón.

Poco tardó en advertir - solo dos días más tarde - como uno de los mozos que tenía empleados - precisamente el más trabajador y responsable - pretextando salir a efectuar una necesidad, se introducía en el gallinero, de donde segundos más tarde salía con sigilo, y tras mirar a diestro y diestro, por si había sido observado por alguien, y una vez dejada su chaqueta en el perchero, volvía a su faena como si tal cosa.

Manel, con idéntico cuidado al usado por el presunto infiel, inspeccionó la prenda recién colgada y descubrió, en el interior de unos de sus bolsillos, cuidadosamente envuelto en papel de embalar, un hermoso huevo de gallina, que a juzgar por su tamaño debía ser el mayor de aquel día.

¿Crees – amigo lector - que una vez descubierto el culpable, le despidió o le echó en cara su conducta desleal ?, nada más lejos de la realidad. Un huevo, pensó - pues los anteriores estarían ya consumidos - no podía tener tanto valor como un buen empleado, y por eso decidió, a la par que advertir al culpable, no verse obligado a  prescindir de su trabajo.

En primer lugar, buscó, una piedra de similar tamaño y forma al del huevo sustraído, y una vez hallada, la envolvió cuidadosamente tal y como estaba este, y luego, la colocó, en lugar del primero, en el bolsillo de la chaqueta de su empleado. Finalmente, se reintegró a sus tareas, sin que en su expresión se tradujese nada de lo acontecido.

Desde aquel día, y en lo sucesivo, jamás volvió a faltar ninguna otra cosa del taller o de la casa, y lo que aún resultó mejor, el mozo, no despedido, se convirtió con los años, en el eficiente encargado de la ya pujante fábrica, adquiriendo fama de honesto en su trabajo, y de honrado en su gestión.

Nunca, en los muchos años que estuvieron juntos, ninguno de los dos refirió al otro el “milagro” del huevo convertido en piedra, porque ambos sabían a la perfección, como se había producido.

El inteligente mensaje de Manel, no pudo decir más cosas, con menos palabras.
               
J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

1 comentario:

  1. El sentido común...¿Es tan común? Más bien parece que no. Teniendo como tenemos un cerebro bien provisto de neuronas, nos empeñamos la mayoría de las ocasiones, o un gran número de ellas en hacer "lo que nos pide el cuerpo", relegando la cabeza para el uso casi exclusivo del sombrero, (bueno, y en algunos casos la boina). Y claro...así nos va.

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