EL PANTANO
Hace tan solo unos días, oí un alarmante reportaje sobre la drástica reducción del agua de nuestros pantanos, en este año tan seco. –“Si siguiéramos a este ritmo de descenso, y no lloviese - argumentaba el informante, al que le encantaba, poner la piel de gallina a sus oyentes – el próximo enero, los embalses estarán tan secos como páramos”, y dicho esto se quedó tan fresco, mientras uno quería hasta evitar sudar, para no perder líquido.
Lo cierto es que, al igual que siempre que llovió escampó, también es verdad que a periodos de sequía extrema, han seguido luego otros de enorme pluviosidad, y nunca los agoreros se han salido con la suya, ni cuando sostuvieron que moriríamos de sed, ni cuando que lo haríamos ahogados.
En mi tierra del sur, estamos más acostumbrados a la sequía que a las lluvias, y a cuento de eso, quiero relatar una historia sucedida en mi infancia, y de la que pese a lo transcurrido, sigo manteniendo recuerdo vivo.
En contra de lo hasta ahora dicho, aquel año en Andalucía empezó a llover a mediados de septiembre, y estábamos ya concluyendo enero, y aun no había parado de hacerlo.
Las cunetas de las carreteras, las torrenteras, las cañadas y las laderas de todas las montañas llevaban agua, como si de ríos de tratase, porque de tanta que había caído, esta era limpia como de manantial, y la gente, acostumbrada como estaba a que por aquellas latitudes, lo más que llovía eran tres o cuatro días seguidos - y aun estos sin mucha afición – empezaba ya a hacer rogativas para que dejase de hacerlo, ya que mis paisanos igual sacaban un santo para que lloviera, como lo hacían para todo lo contrario.
Pero aquel año no debían estar muy atentos en la corte celestial a las cosas terrenales, porque al día siguiente de la rogativa, arreció a llover como si nunca lo hubiese hecho, de forma que empezaron a oírse voces, de que el pantano de El Chorro, que recoge las aguas del rió Guadalhorce, estaba al borde de su capacidad, y con serio peligro de rotura.
Lo que empezó siendo un rumor, se fue trocando cada día en una mayor certeza de catástrofe, y una noche, sin saber porque, ni quien fue el iniciador de la especie, se corrió por el valle la terrible noticia de que el pantano - al límite de su total capacidad - había empezado a resquebrajarse por su base, y que era cuestión de horas - cuando no de minutos - que el enorme muro cediese arrastrando rió abajo y hasta el mar, personas, animales y cosas.
Aunque no se dio bando oficial alguno, sucedió como con la historia de La Guerra de los Mundos, y la gente, creyendo que el agua acabaría con todo, en mitad de la noche, lloviendo a mares y con un frío de mil diablos, abandonaron sus hogares, y portando sus enseres más valiosos, se dirigieron, cada cual al monte que por su altura, consideraron que no sería superado por la cresta de las aguas.
La tía Jacinta – coja de una pierna – marchaba renqueando con un hatillo al hombro carretera adelante, mientras gritaba entre rezos y súplicas “¡¡Que sa reventao el plátano....!! ¡¡...Que sa reventao el plátano....!!” y concluía con una frase lapidaria también a voz en grito... ¡Este es el remate mundo....!.
Otros, como Cándido, se afanaban por salvar sus animales más preciados, los cuatro cerdos que estaba criando para la matanza – sustento para toda la familia durante el año – que gordos como estaban, apenas podían moverse, habiendo de ser remolcados por sus dueños, por las empinadas laderas que eligieron, para escapar de la versión andaluza del diluvio.
Pero no todo fue pánico entre los vecinos. Cuando llamaron a la puerta de Ingelmo, hubieron de hacerlo a conciencia, porque nuestro hombre se hallaba en el séptimo sueño. Al fin despierto, se asomó candil en mano a la ventana, en donde fue avisado de la inminente catástrofe, y aún casi en brazos de Morfeo, contestó a quien tan solícito le despertaba.
“-Verás, yo no me voy de mi casa, porque anoche me tome unas migas que me han dejado seco, así que si revienta el pantano, yo mi parte me la bebo...” y tras desear buenas noches a sus interlocutores, volvió a meterse de nuevo en la cama.
A la mañana siguiente cuando nos despertamos, la comarca estaba casi despoblada. Aún continuaba lloviendo y a nuestra casa - por suerte - nadie vino a avisar, con lo que nos evitamos pasar una noche mojados, y al raso. El pantano seguía - como era natural - tan sólido como siempre, y vertiendo el agua sobrante por sus aliviaderos.
Este verano he visto sus muros, que tras haber transcurrido medio siglo, desde lo que acabo de contar, están tan fuertes, como lo estuvieron aquella noche, en que más de media región durmió calada y al sereno.
Y estoy seguro, que – el año que viene o el otro - volverá a derramar el agua sobrante, como hace cada vez, cuando no puede contener toda la que le llueve.
J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)
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