domingo, 15 de mayo de 2016

El restaurante


Parte de mi época estudiantil, transcurrió en el Madrid de finales de los años sesenta.

Aún recuerdo la pensión, de tercera clase, en una calle del barrio de Hortaleza, donde convivíamos desde estudiantes con poco dinero, hasta empleados o funcionarios con categoría de ordenanza o poco más, e incluso algún refugiado político sin fortuna.
    
Pero lo que quedó grabado, para siempre en mi recuerdo, fue un restaurante al que acudíamos todos los fines de mes, tres amigos que compartíamos habitación, cuando nuestra magra paga comenzaba ya a hacer aguas y habíamos de suprimir la tostada del desayuno, el café de la tarde y cambiar también, el lugar habitual donde comer.

Normalmente solíamos ir - más o menos hasta el veinte de cada mes - a una casa de comidas en la que todo incluido - dos platos y postre - costaba cien pesetas de las de aquel tiempo, que era una cantidad razonable. El restaurante al que esta historia se refiere, ofrecía lo mismo que el anterior, pero por el precio de veinticinco, que incluso entonces resultaba algo milagroso.

Se hallaba situado en una calleja del Madrid antiguo, y sobre el dintel de su puerta, en grandes letras rojas podía leerse, "Restaurante casa Bibiana” y en caracteres más pequeños se añadía, “Comidas económicas”. En realidad, con haber puesto “económicas”, la palabra comidas ya habría sobrado.

El local, con capacidad para veinte personas - a cuatro por mesa - era atendido por Bibiana, la dueña, que actuaba además como cocinera, maitre, camarera, contable, encargada de la compra y mujer de la limpieza, y por un famélico empleado, con aspecto de comer siempre allí, que respondía al nombre de Mauro.

El delantal de Bibiana - siempre el mismo - no debió nunca conocer el agua y el jabón, pues no recuerdo haberlo visto limpio jamás. En él podían advertirse - merced a las manchas de todas clases con las que estaba adornado - vestigios de los últimos cien guisos en cuya elaboración había estado presente.

Las había amarillas, ocres, pardas, rojas…algunas de sustancias identificables, otras de materia desconocida, estando todo él impregnado, de un penetrante olor a guiso y a aceite refrito, que obligaba - cuando se hablaba con su dueña - a mantener la cabeza erguida al objeto de alejar lo más posible, la nariz de la prenda.

La comida que allí se servía, estaba en consonancia con el local y su patrona. En una ocasión, en que comió con nosotros otro compañero de estudios, al padecer del hígado, declinó tomar tortilla ya que su médico le había prohibido comer huevos. El bueno de Mauro, le miró compasivo mientras le explicaba: -Puede usted comer tranquilo, aquí las tortillas no se hacen con huevos. No nos atrevimos a preguntar con  que estaban hechas.

Uno de los clientes -aún más asiduo que nosotros - nos comentó cierto día, que él iba a aquel restaurante porque cuando había consomé, siempre se lo servían con yema. La yema era – naturalmente - la del dedo de Bibiana o Mauro, que como no usaban bandeja, de seguro venía dentro del plato.

Estábamos una tarde acabando la pitanza, cuando se acercó Bibiana - con su sempiterno delantal  - y mientras, como de costumbre, se limpiaba en él las manos, preguntó:

-¿Tomareis postre? - nunca decía que postre queréis tomar, ya que postre no había más que de una clase, y si lo preguntaba, era solo con la secreta esperanza de que alguno no lo quisiese.

- ¿Que hay hoy? - indagó uno de los comensales – Naranjas - contestó Bibiana mientras acercaba una cesta conteniendo varios de estos frutos. - ¿Son dulces o fuertes? - volvió a preguntar el cliente.

Bibiana se encogió de hombros en señal de desconocer este extremo y agregó:   - Eso lo vamos a ver enseguida... - y mientras cogía un fruto con una mano, con la otra extrajo del moño en el que se recogía su grasiento y magriento cabello, una de las agujas que lo sujetaban. Luego pinchó con ella la naranja y tras chuparla, la tendió a nuestro amigo, mientras le informaba categórica. - Son fuertes. Antes de que pudiese acabar la frase, el aludido contestó tajante y decidido: - ¡Esas no me gusta...!

Ninguno de nosotros tomó postre aquel día, ante la posibilidad que de Bibiana hubiese realizado antes la prueba con algún otro cliente indeciso. Sin embargo, era día veintisiete de un mes cualquiera, faltaban al menos tres para recibir el dinero del próximo y…a la tarde siguiente volvimos, como el asesino al lugar de su crimen, buscando el milagro de subsistir por veinticinco pesetas, y confiando en que - según las estadísticas -  a los veinte años, casi nadie suele morirse.

Hace poco tiempo, estuve en Madrid, y recorrí a pie el antiguo barrio. Ni la pensión existe  ya, ni tan siquiera el edificio en donde estuvo el singular restaurante.

No creo que nadie - a no ser un nostálgico sin remedio como yo - haya echado nunca de menos a ninguno de ellos.
                                                 
J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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