jueves, 12 de mayo de 2016

El pretendiente


A Doña Genara, nunca le había caído bien Antonio Rosales.

En primer y único lugar, porque nuestro personaje no era hombre de posibles, y Doña Genera consideraba que en la vida había dos clases de personas, las que tenían dinero, y las que no lo tenían. Todas las demás cosas, tales como cultura, gracia, belleza, y demás quedaban supeditadas a que su poseedor tuviese, además – y en primer lugar – dinero.

Pero con todo, Rosales, “que no tenía donde caerse muerto” según la consideración general, que Doña Genara hacía de las personas como él, nunca le había preocupado a ella ni mucho ni poco. No obstante esto, de la noche a la mañana, se convirtió en objeto de toda su atención, al enterarse de que en las fiestas de la romería, el insignificante personajillo, había estado coqueteando con su hija Martita, de dieciséis abriles recién cumplidos.

No bien hubo sabido Doña Genera tal hecho, llamó a capítulo a su vástaga, a la que advirtió, so pena de meterla de por vida en un convento, que no quería oír hablar de que – ni en sueños – le dirigiese la palabra, a tan ridículo individuo - pobre como las ratas – y  con el que, no ya emparentar, sino ni tan siquiera relacionarse debía.

Martita, que conocía de sobras el talante de su progenitora, mandó recado a su enamorado Rosales, advirtiéndole de que esta se oponía en redondo a sus relaciones, pero nada agregó en cambio de que ella no las quisiese, por lo que el pretendiente, desconociendo a fondo, a su presunta suegra, decidió, con las artes que la naturaleza le había proporcionado – un gracejo natural y nulo sentimiento de ridículo – iniciar el asedio, a la plaza de sus desvelos.

Como ya relaté en otra historia, el normal establecimiento de relaciones formales en el mundo rural de mi tierra de Alora, allá por los años cincuenta, era mediante el procedimiento de "la ronda", consistente en que el pretendiente, acudía acicalado, a la casa de su enamorada, y se sentaba en una silla del zaguán.

Si al poco rato aparecía ella, y ocupaba otra próxima, se entendía que había aceptación al noviazgo, en caso de incomparecencia, se daba por hecho que el galán no era del agrado de la enamorada, o de la familia –lo que aún era peor – y el asunto terminaba así.

Rosales, fiel a la tradición, con su mejor traje, y único que tenía, se presentó una tarde en casa de doña Genara, y tras las consabidas buenas noches, que no fueron contestadas por nadie, ocupó una silla del zaguán, en donde - cigarro tras cigarro - permaneció más de dos horas, sin que Martita – ante las amenazas de muerte de su madre si lo hacía - asomase la nariz a la calle.

Otro en tales circunstancias, habría dado la batalla por perdida, pero Rosales no era de los que se rinden sin combatir, y por eso, establecida su estrategia, decidió volver a la carga.

Doña Genara había dicho a los cuatro vientos, y con la intención de que llegase a oídos de nuestro hombre, que “no quería que pisase ni el escalón de su casa”, por eso, desde aquel día cuando iba a rondar, tras expresar en voz alta las buenas noches, que obtenían solo el silencio por respuesta, agregaba - “No se preocupa señora, que yo ni tan siquiera le piso el escalón..., y juntando las piernas saltaba sobre el mismo sin tocarlo, tomando asiento, como la tradición mandaba.

Todas las noches sucedía lo mismo, cansado de fumar en silencio, ante la absoluta indiferencia de los padres, e incomparecencia total de la novia, allá sobre las once, y cuando ya el dueño de la casa empezaba a trastear en la puerta del corral de forma ostensible, para indicar que estaba cerrando la finca, tomaba Rosales nuevamente el camino de su casa.

Pero, como Martita le enviaba recados, en los que, en cierta manera le daba esperanzas, nuestro héroe seguía, erre que erre, insistiendo en sus visitas, por demás infructuosas.

Un día, preparaba Doña Genara buñuelos, y al poco, el agradable olor de la masa frita, comenzó a llegar a la pituitaria de Rosales, que abandonando su silla, se dirigió a la cocina, comenzando un diálogo consigo mismo, con el que concluyó por auto-invitarse a comerlos.

“-Ande Rosales
– se decía así mismo – pruebe un buñuelito, que están muy buenos...”

“-No muchas gracias
– volvía a contestarse – no quisiera molestar...” 

“-Si no es molestia, ande sin cumplidos..., pruébelos...
”– continuaba como si estuviese en el papel de la anfitriona, y con la mayor tranquilidad empezó a comer buñuelos, agradeciendo e invitándose sucesivamente, hasta que hubo engullido todo el contenido de la fuente, ante el gesto cada vez más adusto de su presunta suegra, que presenciaba la acción, sin dar crédito a lo que veían sus ojos.

Cuando hubo concluido, sin dejar de agradecer tanta deferencia, y jurando que - ni por apuesta -le cabía otro dulce más en el cuerpo, marchó de la casa, dejando sumida en la más profunda indignación, a la forzada anfitriona.

Pero, a todo esto - amigo lector - te preguntarás si al final, Rosales logró salirse con la suya. Pues verás, la niña de sus amores, acabó por prometerse a un empleado de banca, con mucho mejor porvenir que el suyo, y del total agrado de su madre, a quien esta alabó hasta la saciedad, ante el pueblo entero. 

Aunque al poco de la boda - la dulce Martita - tras su primer embarazo, engordó más de treinta kilos, que ya no la abandonarían el resto de su vida, y que, además de convertirla en Doña Marta, acabaron para siempre con sus gráciles formas juveniles.

No sé si entre eso, y Doña Genara como suegra, acabó Rosales por hacer tan mal negocio...

J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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