miércoles, 11 de mayo de 2016

El presidiario


Mi primera lección de sexo, la recibí de una palmera, a la temprana edad de siete años. En la casa de mis mayores había, desde mucho antes de que yo naciera, una de estas plantas, que año tras año, coincidiendo con el fin del verano, ofrecía sus racimos de dátiles, que aun hoy  recuerdo deliciosos.

Pedrito - un niño bastante antipático con quien nunca me avine - vivía con su familia a unos dos kilómetros de casa, y tenía también, frente a su vivienda, una palmera igual en todo a la mía.

Bueno, en todo exactamente no, porque la palmera de mi compañero de escuela, jamás había dado un dátil. Por primavera, florecía de una manera espléndida lo mismo que la mía, pero poco más tarde, mientras la de casa empezaba  a dejar ver sus pequeños frutos verdes,  las flores de la suya se secaban.

- ¿Porque nuestra palmera da dátiles y la del vecino no? - pregunté un día a mi progenitor. - Porque la nuestra es hembra, y la del vecino macho - contestó mientras continuaba con lo que hacía. -¿Y eso que tiene que ver? - agregué insistente. La respuesta, en un tono que expresaba el fin del diálogo, fue de una contundencia total:- Ya entenderás todo eso cuando seas mayor.
   
La verdad, es que me moría de ganas, por haber podido pasar a Pedrito por la nariz, la causa del porqué yo tenía dátiles y el no, pero en aquellos años, insistir a partir de lo dicho con nuevas preguntas, era exponerse, en el mejor de los casos, al - ¡Cállate ya niño!, o si - por cualquier motivo - el horno no estaba para bollos, recibir un soberbio capón, que nadie en aquel tiempo se ocupaba en saber, si era o no traumático, para mi tierna psiquis infantil.

No obstante, al poco pude darme cuenta - por mí mismo -  de que mi árbol dependía del otro más de lo que me imaginaba. Fue el día en que, sin saber porqué, el padre de Pedrito cortó de raíz su palmera, y desde ese momento, la mía dejó de tener dátiles, al no haber en las proximidades, otra macho que la fecundase.

Pero, a todo esto, sufrido lector, te preguntarás - si es que a estas alturas aun sigues leyendo - ¿que tendrá que ver la historia de un presidiario con el sexo de las palmeras? Si te queda un poco más de paciencia y acabas la lectura, lo comprenderás de seguida, con lo que continúa.

Era de Álora, se llamaba Salvador, y le apodaban “Mascabarro”, debido a que de pequeño, había caído varias veces de bruces sobre un lodazal próximo a su casa, llenándose la boca de esta materia. La forma que tenía de ganarse la vida nuestro héroe, era básicamente robando, en cuyo oficio, no obstante, estaba catalogado como un delincuente menor.

Uno de esos, que nunca hacen nada tan importante que justifique una larga condena en prisión, pero que sumadas sus pequeñas fechorías, hay quienes opinan, que no debiera salir nunca de la cárcel.

Los tiempos - inmediata posguerra - no eran los mejores para sus actividades, y un mal día, después de mil y una andanzas, que habían quedado todas en arrestos municipales, tuvo la malhadada idea de entrar a robar, en unión de cuatro o cinco compinches, en una fábrica de jabón de la localidad, siendo sorprendidos por las fuerzas del orden, justo al acabar la faena fuera de la fabrica, y cuando estos preguntaron a nuestro hombre, que quien más había dentro del edificio, aclaró a los guardias. “Pues según el jabón que están sacando, para mi que debe estar hasta el dueño.”

Fue la gota que colmó el vaso. Salvador, considerado casi el enemigo público número uno, fue juzgado en la capital, y el tribunal, tras agravar el hecho por haber actuado en cuadrilla, con nocturnidad, en descampado y alguna otra circunstancia  más, condenó a sus cómplices a cinco años de cárcel, y a él - que  aparecía  además como cabecilla, instigador y  reincidente -  a doce y un día.

Acabado el juicio, volvió a pasar por Álora formando parte de una cuerda de presos, llamada así porque los reos eran llevados atados unos a otros, formando cuerda, hasta el lugar de condena. Su mujer, salió a verle al enterarse, y desde el andén de la estación, entre lagrimas le dijo - ¿Donde te llevan así..., donde te llevan? -  Al penal de Santoña - le respondió.- Y eso ¿está muy lejos? -volvió a preguntar la mujer. - A unos tres días de telegrama... -  concluyó  Salvador.

El régimen de visitas de la prisión - con reja de por medio y vigilante presente - era el único contacto que se permitía con personas del sexo contrario, fuesen familiares a no. Pensar en un sistema, como el actual, con estancias íntimas incluidas, seguramente habría hecho morir de hilaridad, cuando no de espanto, a los responsables penitenciarios de la época, y por ello Salvador, vio a su mujer  - en la forma dicha - cuatro  veces en tres años.

Con todo, el tiempo de condena  fue pasando, y un día se recibió en el pueblo la noticia, de que, “Mascabarro” había sido beneficiado por un indulto y regresaba.

Su mujer, nada más supo de su llegada, salió corriendo a recibirlo mientras gritaba – “¡Salvorito, Salvorito”, que alegría de tenerte aquí!, ¡Ay, que contenta estoy!

Nuestro hombre, cuando se hallaba aun a más de cien metros de distancia de ella y también a grandes voces le gritó; -¡Juana, no te arrimes a mi, quédate donde estás ahora, que “macheo" de lejos como las palmeras!

Antes de un año de lo que acabo de contar, Juana fue madre de su tercer hijo.

J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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