domingo, 29 de mayo de 2016

Cosas de la Navidad

 

La Navidad es, tradicionalmente, tiempo de abundancia. Incluso los más pobres echan la casa por la ventana en estas fiestas, comprando viandas, muchas veces desconocidas, de las que luego acaban - a menudo - decepcionados.

A cuenta de lo que digo, recuerdo lo que aconteció a un conocido - nuevo rico por obra y gracia de una primitiva - que no había catado jamás el caviar  y - como siempre pasa con lo que se desconoce y se juzga fantástico - lo había idealizado a tal punto, que cuando, en aquellas Navidades, adquirió varias latas del carísimo producto, su compra suscitó, una auténtica expectación, en la familia.

Al desconocer cual era el orden, en que debía tomarse en la cena, y considerarlo lo mejor de ella, se dejó para lo último, y nadie comió de otros manjares, reservándose para aquel. Y llegó por fin el gran momento.

Con solemnidad y expectación se abrieron los recipientes, y se sirvió su contenido, quedando todos, en principio, sorprendidos de su aspecto. Fue la abuela, ya medio sorda y con poca vista la que tras acercar la nariz al plato y arrugar el ceño en señal de disgusto, gritó:-¡Si eso huele a sardinas, coñe…!.

- Debe ser que está crudo - razonó la madre de familia, y sin dudarlo un instante, puso el contenido de las latas en la sartén, y tras regarlo con aceite, lo cocinó. Cupo al padre, el honor de ser el primero en tomar una cucharada del extraño mejunje resultante, llevándosela a la boca, no sin cierta prevención.

El sabor debía ser - cuando menos - extraño, a juzgar por su gesto. Realizaron luego la misma operación el resto de comensales, aunque nadie  la repitió, mientras la mesa de iba poblando de caras, entre descontentas y desilusionadas.

-¡Vuelve a sacar el pavo - dijo a su mujer el dueño de la casa - para poderse comer estas cosas, hay que tener mucha hambre…! Y sin más, se dio por conclusa la exótica aventura gastronómica.

La segunda anécdota, que a continuación narro, es mucho menos sofisticada. Me la contó un buen  amigo soriano, haciendo memoria de los tiempos en que en su tierra, no había mucho para comer, y pese a ello, en Navidad, todos los vecinos del pueblo, podían disfrutar de un manjar especial, gracias a la tradicional costumbre del “perolo”.

Venía el nombre, del caldero en donde se preparaba la vianda, consistente en frutas maduras y troceadas, hervidas luego en vino tinto de la tierra, que era facilitado generosamente gratis, por la primera institución municipal, en base al censo de cabezas de familia.

La fiesta del “perolo”, típica del día de Nochebuena, duraba toda la jornada. En primer lugar se había de ir a recoger el vino al Ayuntamiento, operación durante la cual se trasegaban directamente a los estómagos, una cantidad no desdeñable de litros.

Luego, ya eufóricos, preparaba cada uno en casa la fruta, que se había de hervir a fuego lento varias horas, en las que - naturalmente - se iba probando el cocimiento, al objeto de verificar el resultado de la operación, con lo cual, algunos, empezaban ya a tomar, a media mañana, el postre de la cena. Tras el paso por la lumbre, se había de macerar y enfriar, lo que se conseguía - en un pueblo de Soria y en Navidad - con tan solo poner el perol a la intemperie.

Cándido, nuestro personaje, recogió - como todos - su vino, preparó la fruta, y una vez condimentada y cocinada, lo puso todo en el alféizar de una ventana que daba a la calle.

Al rato, pasó por allí un grupo de mozos, ociosos por la festividad, y con ganas de juerga, que en poco más que lo que se dice, traspasaron del indefenso “perolo” a una damajuana, (1) buena parte del contenido del primero, sustituyendo lo sustraído, por agua de la fuente del pueblo, lo que dejó de inmediato la mezcla, más clara que un día de mayo.

Nadie advirtió el cambio producido en el “perolo”, hasta que terminada la cena, se dispusieron a degustarlo. -Tiene un sabor raro… dijo nuestro hombre, una vez apurado un vaso lleno hasta los bordes. Luego hicieron lo propio el resto de comensales, y todos estuvieron de acuerdo en afirmar, que aquel año el postre estaba bastante más flojo que en otras ocasiones.

Probó entonces el brebaje el tío Basilio, famoso en el pueblo, por ser el que mayor cantidad de vino podía tomar sin perder la posición vertical, que - conocedor de catas como era - afirmó categórico: -Esto está bautizado, y mientras tomaba un segundo trago remachó -Que digo bautizado, está hasta confirmado…, concluyó, vaciando en el plato el resto de su vaso.

El final de la historia fue sencillo, en principio se pensó que el vino no era bueno, lo que fue desmentido al instante por Basilio, que encargado de recogerlo aquel año, había escanciado en el trayecto, una notable cantidad, certificando - sin dudar -  su magnificencia.

Cuando ya empezaban a circular por el pueblo las primeras chanzas a cuenta del cambio, se descubrió a los culpables. Pero aunque la broma fue pesada, el espíritu de la Navidad, hizo que todo quedase en nada, al repartir los demás vecinos el contenido de sus “perolos” con la familia burlada, y tener estos así, su postre Navideño.

Pese a todo, y al final feliz de la historia, ninguna otra Navidad, puso Cándido a enfriar su “perolo”, en la ventana que daba a la calle.

(1)  Damajuana = Garrafa o botellón panzudo grande.
             
J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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