martes, 24 de mayo de 2016

El trueno


No está claro si le llamaban así por su voz ronca y fuerte, o por lo brusco de sus formas y carácter, la cosa era que cuando se hablaba de Juan Sevilla, se unía a su nombre de forma automática este apodo tan rotundo, y por el que todo el mundo le conocía, “el trueno”.

Nuestro hombre se dedicaba – entre otras muchas ocupaciones - a la venta de frutas, ultramarinos, y otros productos comestibles, por las casas de campo del entorno de Álora, adonde acudía con su caballo, cargado hasta los topes de género, haciendo también las veces de pescadero. Se proveía de estas mercancías, en la plaza del mercado para venderlas – como es lógico –con un considerable margen de beneficio, en los núcleos rurales más alejados de la comarca.

Aunque ahora la historia parezca de ciencia-ficción, en aquellos años, en que aun no habían hecho su aparición los detergentes ni los agentes contaminantes, y en los inviernos llovía de verdad, en el río de mi pueblo, podían observarse cada primavera subir las bogas a desovar hacia sus fuentes, y Juan vio - en este hecho tan natural entonces - una ocasión para ganar unas pesetas extras.

Metido a improvisado pescador, en medio del cauce del Guadalhorce, y con el agua hasta la cintura, pudo coger gran cantidad de estos peces, que debidamente “disfrazados”, fue vendiendo a sus clientas, como si de bonito se tratase y – naturalmente – al precio de este.

Pero como es lógico, el sabor del bonito y el de las bogas, se parecen como un huevo a una castaña, y por ello a la semana siguiente, sus parroquianas – sintiéndose estafadas - le estaban esperando con las uñas afiladas como navajas de Albacete, para quejarse del engaño.

-“Juan – le decían con tono de pocos amigos – la semana pasada nos engañaste...ese pescado no era bonito...” “El trueno”, viéndose descubierto, trataba de esquivar la bronca de las enfurecidas féminas, diciéndole a todas lo mismo - “Mira mujer, que le vamos a hacer ya ahora... lo hecho, hecho está... además, tampoco eran tan feos... ¿no?...”  No creo que sea preciso decir, que no convenció a ninguna de ellas con estos argumentos.

Otra de sus ocurrencias, de las que se guarda memoria, fue la protagonizada con un cura misionero. Estaba aquellos días Juan, en la tarea de ampliar su vivienda, y para ello, cuando no tenía trabajo, se dedicaba a recoger piedras de los terrenos colindantes, con las que construir las nuevas paredes, faena muy penosa y complicada, y de la que, jornada tras jornada, acababa extenuado y con pocos resultados tangibles.

Su casa se hallaba situada, cerca de una escuela rural, y a esta última, acudían de vez en cuando sacerdotes, al objeto de catequizar –como si de infieles del siglo primero de nuestra era se tratase –a los aborígenes de las cercanías, a cuyo objeto impartían charlas nocturnas, amenizadas con alguna que otra película “del gordo y el flaco", al objeto de atraer al mayor número de indígenas posible.

Una noche - el clérigo que con vehemencia sermoneaba - abordó el tema de la creación del mundo, explicando ante la embobada concurrencia - tal y como la iglesia suele hacer estas cosas - que Dios hizo el mundo en seis días. Al oír tal aseveración, Juan que estaba deslomado, por haber estado toda la jornada acarreando piedras para las obras de su casa, con muy escaso resultado, exclamó - “Pues debía tener todas las piedras muy juntas...porque si no...”. Sin  duda el misionero debió pensar al oírlo, cuan necesaria era su labor ante semejantes especímenes.

Como le armaba a todo, en una ocasión se compró una máquina fotográfica en Ceuta, con la intención de convertirse en retratista, y con el bagaje de conocimientos técnicos, que le transmitió el vendedor del artilugio, montó su propio negocio fotográfico.

Se anunciaba en la puerta a grandes letras como “Fotógrafo de bodas, bautizos, comuniones y “carneses”, y no tardó mucho en tener clientela.

- Juan – le dijo un día una parroquiana a la que había fotografiado, para obtener el carné de identidad – que me han dicho en la Policía que esta foto no sirve, porque es de cuerpo entero y tiene que ser solo de la cabeza.

Nuestro personaje sin dudarlo un momento, solucionó al instante el problema diciéndole –“Pos” eso tiene “mu” fácil arreglo, coges las “estijeras”, la cortas por “aonde” te digan y “yastá” – y como siempre, se quedó tan fresco.

Un día de otoño, se desencadenó una tormenta típica de nuestro clima Mediterráneo, en las que en el intervalo de pocas horas, pueden caer más litros de agua que en todo el resto del año, y que además, al no estar preparados para tales avenidas líquidas, todo el mundo resulta en alguna forma damnificado.

La casa de Juan estaba próxima al rio, en el término municipal conocido como los Aneales, muy cercana al cauce del Guadalhorce, y al desbordarse este y arrasar cuanto a su paso encontraba, hubo de aprestarse a poner a salvo sus enseres y bienes, entre los que se encontraban dos cerdos, ya bastante cebados para la no muy lejana matanza, y que como representaban el sustento de toda la familia durante buena parte del año, concitaron toda su atención y cuidado.

Temiendo que pereciesen ahogados, optó por llevarlos a casa de un vecino – situada en un terreno más alto que el suyo – y así salvarlos de la inundación.

Eran cerca de las diez de la noche, con una tormenta de mil diablos, y nuestro personaje, alumbrado solo por los fulgurantes relámpagos, y una lamparilla de petróleo, conducía a los dos cuadrúpedos por un estrecho sendero, por donde el agua discurría ya casi a la altura de la panza de los animales, y a media pierna suya.

 Cuando se hallaba a mitad de camino de su destino, y más enfrascado estaba en impedir que los animales se desviasen de la senda, otro vecino desde lejos, al reconocerle, le dijo a grandes voces: -¡¡Juan ¿donde vas con esos dos guarros?...!!.

Nuestro héroe sin inmutarse tan siquiera, pese a lo estúpido de la pregunta, y mientras luchaba por sacar a los animales de la corriente, que cada vez subía más y más, le contestó – “Ya ves, ahí que voy a darles agua...”

Mientras – días después - sus amigos reían su ocurrencia a carcajadas, Juan les explicó con la mayor naturalidad del mundo: ¿Pero que otra cosa le podía haber dicho...?. Era evidente que la naturaleza y la chista andaluza, estaban hablando por él.

J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular) 

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