sábado, 7 de mayo de 2016

El pavo


En las cenas de Nochebuena de mi niñez, en casa, siempre cenábamos pollo. Sabíamos - tanto mis hermanos como yo - que había casas, en las que en Navidad, se comía un rollizo y bien cebado pavo, que se había estado criando, o se compraba para tal evento, pero yo no llegué a catarlo, hasta bien entrada mi adolescencia.

El pavo navideño tuvo para mí - en los más hermosos años de mi vida - un sentido mítico y casi fantástico, y no concebía estas fiestas, sin asociarlas a la expresada ave y al champán, producto este último que - por cierto - tampoco, en aquellos años probé jamás.

Con el tiempo me di cuenta, de que no era el único que tenía ese sentimiento, sino que en las postales e historias navideñas que fui conociendo, siempre aparecía el pavo como parte esencial, y es que tiempo hubo, que en las casas en las que se podía, el pavo era en estas fiestas, el rey de las mesas.

La historia de hoy va de pavos y de Navidad, pero no de cenas, sino de pícaros que aprovechaban este sentimiento que acabo de describir, y las costumbres de la época, para hacer su agosto, en diciembre.

Comenzaban los pillastres el asunto, comprando un pavo de buen aspecto, y realizando una lista de domicilios de posibles “clientes”- generalmente personas de clase media o alta - en las que no era extraño recibir regalos en estas fechas.

Una vez hecha, uno de los pillos llamaba al timbre y - con la rolliza ave entre sus brazos - preguntaba si en aquella casa vivía fulano de tal. Naturalmente vivía allí, y tras comprobar este extremo, hacía entrega del pavo, del que decía no saber la  procedencia, ya que se había extraviado en la agencia, la dirección del remitente.

El receptor, al que - en principio - solía importar más el regalo que quien lo hacía, tras obsequiar al portador con una suculenta propina, acordaba con él, que tan pronto supiese el nombre del donante, se lo comunicara.

Poco más tarde, volvían a llamar al timbre, y el recadero, en esta ocasión con cara compungida, advertía que había habido un error lamentable, y que él no era el Pérez o el García, a quien iba dirigido el presente, sino otro de igual apellido, que vivía dos calles más allá, por lo que después de solicitar disculpas, volvía a llevarse el pavo. Mientras, nadie reclamaba la propina entregada - eso hubiese sido de mal estilo - que quedaba en poder del estafador.

Esta operación se repetía cada día en múltiples hogares, y al final de la jornada, se hacían las cuentas de los ingresos - de los que había que detraer el alimento del pavo - para al día siguiente, continuar con el "trabajo".

Ocasiones hubo, no obstante, en que cuando volvió el recadero por segunda vez al domicilio, encontró al ama de casa remangada y ensangrentada, tras haber dado rápido matarile (1) al galliforme, por lo que, al tener que comprarse otro, el negocio se resentía en pérdidas. 
 
Pero además de este, existía también el engaño de “cuento largo”, llamado así por el tiempo en que se tardaba en elaborarlo, y lo cuidado de su preparación, como el sufrido por el doctor Tadeo Barcena.

El día de Nochebuena, se presentó en casa de nuestro hombre, mientras él se encontraba en el casino, un recadero portando un hermoso pavo, regalo según dijo, de un cliente agradecido.

- Señora - explicó el mensajero a la esposa - le traigo este pavo de parte de su esposo, a quien se lo han llevado al casino, y el cual me ha pedido, que -aprovechando el viaje - me deje usted su reloj de bolsillo, que quiere mostrarlo a unos amigos.

El reloj en cuestión, era una auténtica obra de arte de oro mazizo, de incalculable valor por su manufactura, orgullo de su dueño, y a quien este quería más que a las niñas de sus ojos, del que solía alardear frecuentemente ante sus conocidos, pero su mujer – al estar más pendiente del hermoso pavo que le entregaban que de otra cosa -  no tuvo recelo en entregar.

Una hora más tarde, Tadeo regresaba a su casa, ignorante de cuanto había acontecido, y nada más llegar, su esposa le mostró el fabuloso animal que - mandado por él - había traído el recadero. Poco tardó nuestro hombre, en darse cuenta de que había sido objeto de un engaño, y tras decir a su mujer que cada día era más tonta, salió raudo hacia la Comisaría, al objeto de plantear una denuncia por el expolio.

No habían transcurrido ni quince minutos desde su marcha, cuando volvieron a llamar a su puerta, y otro recadero, distinto del de la vez anterior, informó a la esposa que, afortunadamente, la Policía había logrado detener al delincuente - aún con el reloj en su poder - y que al objeto de realizar las oportunas diligencias, y se hacía preciso presentar, en la dependencia policial - en donde ya estaba su marido - el pavo causante de todo el asunto - al fin y al cabo cuerpo del delito - para el total esclareciendo de los hechos.

Al poco rato, y con cara de honda preocupación, volvió a casa nuevamente el doctor, al que su cónyuge contó - nada más verlo entrar - que todo estaba aclarado, y que en la Comisaría tenían tanto al pavo como al reloj.

Al borde del infarto, nuestro hombre explicó a su mujer, que nada de eso era cierto, ya que venía precisamente de allí, y  nadie tenía noticia alguna de lo que le estaba contando.

Aquella noche los delincuentes, mientras se cenaban la suculenta ave y, acordaban el reparto, contaron las horas, con el magnífico reloj de nuestro doblemente burlado Tadeo, que a aquellas alturas, había dado ya dos vueltas al repertorio de epítetos, con que calificar el desafortunado proceder de su esposa, en todo el asunto.

Estas cosas, y otras similares, suelen pasar - aún hoy día - por Navidad, tiempo de paz, tiempo de amor, pero tiempo también - como cualquier otro - de engaños de trampas y de pillos.

(1) Matarile - En Méjico, muerte, asesinato   

J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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