miércoles, 18 de mayo de 2016

El sheriff


Hubo un tiempo - la época en que esta historia ocurrió - en que toda la fuerza armada dependiente de la autoridad municipal de Álora, mi pueblo, estaba integrada por un solo hombre, a la vez jefe, mando intermedio y brazo ejecutor de órdenes, que sin otro medio de transporte que sus gastados zapatos, imponía la ley en el municipio.

Eran tiempos de estrenos - en blanco y negro - del más clásico cine de Hollywood. Tiempos de Gary Cooper en “Solo ante el peligro” y, naturalmente, el gracejo de mis paisanos de Álora, no tardó mucho, en rebautizar a aquel personaje como “el sheriff “.

Juan, que así se llamaba, acabó por aceptar de buen grado, el nombre con el que todo el mundo le identificaba y es posible que en alguna ocasión, se mirase al espejo en soledad, buscando en su figura alguna similitud de rasgos, con el singular actor americano.

El sheriff, nuestro sheriff, tenía un único uniforme de diario y el mismo para las fiestas de guardar. En sus remotos orígenes fue marrón, pero tras más de cien lavados a mano, y resistir día tras día, el inclemente y tórrido sol andaluz, había quedado de un color café con leche claro, comenzando ya a asomar por puños y coderas, los hilos que constituían su íntima estructura.

Tocaba su cabeza con una gorra - en cuya visera destacaba un abollado escudo del municipio, tiempo atrás plateado - la cual estaba siempre orlada por una cinta, producida por el sudor de su propietario, que acabó por imprimir color y carácter a la prenda, rematando su atuendo, con el arma reglamentaria, una ajada porra de goma, que no había sido desenfundada,  por ningún motivo, jamás.

Nadie recordaba haber visto al sheriff - ya fuese invierno o verano - vestido de otra manera, y su figura formaba parte del paisaje ciudadano, con idéntica personalidad y carisma, que la torre de la iglesia, el ayuntamiento, o el reloj de la plaza de la Fuentearriba.

Su jornada laboral - de veinticuatro horas, un día si y otro también - abarcaba misiones que iban, desde vigilar que los mozalbetes, no se situasen bajo las escaleras de la fuente, con la intención de ver las piernas de las aguadoras, a controlar la campaña de vacunación antirrábica, o cuidar que los novios, en los más oscuros bancos del parque, no tuviesen las manos en donde no debían estar.

Pero además de sus cometidos - tan numerosos como escaso su sueldo - la principal preocupación de Juan, la constituía el ser del agrado del señor alcalde, el cual, y en uso de las facultades casi omnímodas, que como primer edil del municipio ostentaba, podía cesarle o mantenerle en su puesto, según su graciosa voluntad.

Por ello, siempre estaba rondando cerca de la primera autoridad - como un perro fiel - y pendiente no solo de sus órdenes, sino incluso de sus caprichos.

Una noche de invierno, en que soplaba el norte y no había ni un alma  en las calles, se retiraban - a eso de las once - alcalde y sheriff, camino del domicilio del primero, una vez concluida la diaria partida en el casino.

Enfilaban ya la calle Mayor, cuando al torcer una esquina vieron a Nicolás, que frente a su casa y de forma ostensible, se disponía a orinar en medio de la calzada.

No era demasiado extraño entonces - pese a estar prohibido - usar de la vía pública como excusado, sobre todo en lo que a aguas menores se refería, ya que el retrete, era un lujo solo al alcance de algunos, y las necesidades - ya fuesen estas mayores o menores - solían hacerse en el corral ubicado en la parte trasera de las viviendas, compartiendo espacio para la misma finalidad con vacas, mulos, cabras y otros semovientes.

No obstante, Nicolás, que se las daba de ácrata y era además bastante cerril, solía - con la intención de provocar al alcalde - hacer por sistema, sus aguas menores en aquel lugar.

- Dile algo - ordenó la primera autoridad, sin doblar la esquina para no ser visto.
El sheriff, aún desde la penumbra de la calle gritó:
- ¡Nicolás, tienes una multa de cinco duros por mearte en la vía pública!
El interpelado, sin inmutarse lo más mínimo, contestó:
- Apúntame diez, porque ahora también voy a peerme.
Además de cumplir su advertencia, y tras discutir por enésima vez con el alcalde, que finalmente optó por salir de donde se hallaba, Nicolás, acabó por no pagar la multa.

Eran otros tiempos, tiempos en los que en mi pueblo había un solo agente del orden al que llamaban “el sheriff”, pero que - como habrás podido observar, amigo lector - no tenía la menor similitud, con sus duros homónimos, del salvaje oeste americano.

J.M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)
       

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