domingo, 8 de mayo de 2016

El pedante


Leocadio ingresó en la policía – en la vulgarmente conocida como “la secreta” - como agente de tercera clase, en mil novecientos cuarenta recién concluida nuestra última contienda civil. En aquellos años, para ser miembro del cuerpo se precisaban tres cosas, en primer lugar afección ciega al régimen, en segundo lo mismo, y en tercero lo que en los dos puntos anteriores.

Aunque poseyendo los tres requisitos dichos, no hacía falta casi nada más, en el caso de Leocadio - que evidentemente los poseía - se sumaba el ser Perito Mercantil, carrera cuyas últimas asignaturas, aprobó meses antes de su ingreso, y que le hacía ser en gran medida, diferente al resto de sus compañeros de promoción.

Salvo contadísimas excepciones, el nivel intelectivo de los policías que por aquellos años se incorporaban, estaba en consonancia con lo que de ellos se esperaba, mucho músculo y poco cerebro, ya que para pensar, estaban los jerarcas que regían el sistema político que detentaba el poder.

El caso fue que nuestro hombre, pronto pasó por un intelectual entre sus compañeros, y aunque hay quien sostiene que nunca ha salido un sabio de un cuartel – y por extensión de una Comisaría – la verdad era que Leocadio – en su mundillo – era un referente, siendo objeto de permanentes consultas en cuanto a redacción de documentos y lingüística, aunque - con ser esto cierto - era mucho mayor su grado de engreimiento y pomposidad, que el de su ciencia.

Halagado con tanto reconocimiento, decidió – por su parte – incrementar su saber, y mientras muchos de sus colegas pasaban las noches de juerga, o dándole al naipe, el leía todo cuanto caía en sus manos, con lo cual fue adquiriendo una cultura, que aunque desordenada y sin método, hacía posible que pudiese abordar cualquier tema, con bastantes posibilidades de salir airoso.

Como en el país de los ciegos - es sabido que – el tuerto es emperador, Leocadio, que como se ha dicho, partía de una base cultural notable para la época, y que siguió esforzándose por conseguir un vocabulario cada vez más complejo - pletórico de palabras rebuscadas y enrevesadas - logró que cuando hablaba, la mayoría de sus interlocutores entendieran solo parte de lo que decía, y esto – en lugar de hacerle aparecer como un pedante de marca mayor - le confería aureola de sabio.

El paso de los años, le hizo ascender dentro de su profesión y - ya convertido en Don Leocadio - siguió incrementando, cada vez más su complejidad verbal, así como su engreimiento y presunción.

Hablaba de forma lenta y pausada, al solo objeto de tomarse tiempo en pensar y así introducir en su discurso, las palabras más inusuales e ignotas que ocurrírsele podía, con lo que mantener una conversación con él, era un problema tanto para sus inferiores - que ya tenían asumido no entenderle – como para sus superiores, muchos de los cuales tampoco lo hacían.

Cuando conocí a Don Leocadio – principios de los setenta - aún se hallaba en la cumbre de su fama, si bien sus días de gloria estaban contados, pues el creciente nivel cultural de nuestro país, hacía que los nuevos inspectores, e incluso agentes de base, ingresaran – aparte de con los conocimientos jurídicos y culturales exigidos – con títulos universitarios medios y superiores.

Su despacho, en cuya puerta brillaban en una placa las palabras “Comisario Jefe”, tenía - tras su asiento - una enorme bandera nacional, y un crucifijo, casi tan grande como la anterior.

Sin invitarme a sentar, abrió el sobre que contenía la orden de destino, y una vez leída esta, con voz lenta e imperativa dijo: -“A ver, hágame usted una somera relación de los títulos académicos que posea, al objeto de poder adaptar mi léxico, a sus conocimientos...”

No se inmutó al saber que era universitario, e inició - en el tono en que ya me habían advertido tenía - una conversación plagada de términos exóticos, con un estilo engolado y circunloquiante, que me obligó a auténticos esfuerzos mentales para no perderme en el diálogo, como era su pretensión. Tras unos minutos de relamida retórica sin conseguir su objetivo, ordenó que me retirase, y contadas fueron las ocasiones en que volví a hablar con él.

Una de las actuaciones – para mí más geniales - de Don Leocadio, fue la que protagonizó con ocasión de su intervención, en un  delito de adulterio.

Antes que nada, se ha de explicar que el código penal de entonces, castigaba con penas de cárcel el adulterio, delito que – y según estaba redactado – en la práctica solo podían cometer las mujeres, pues los maridos para ser reos de él, era casi preciso, que durmiesen a la vez, con la esposa y la amante, en la misma cama.

Recibida la denuncia, fueron comisionados dos agentes uniformados, el más antiguo, Régulo, era – con diferencia – el más zoquete, tarugo y botarate del cuerpo de policía, y una vez efectuada la diligencia, se presentaron ante Don Leocadio, al objeto de declarar sobre lo visto.

Nuestro personaje, aposentado en su poltrona, y con el secretario a su derecha inició - naturalmente sin invitar a nadie a sentarse - su interrogatorio.

- “Señor amanuense, proceda –con presteza y sin dilación ni demora- a la incoación de la oportuna acta expositiva” - dijo dirigiéndose al secretario, y luego ordenó a Regulo – “Explique usted - sin ambages ni circunloquios - la veraz aserción, sobre el resultado de la encomienda hoy recibida, y de la que a rendir testimonio, ahora se persona”.

Régulo, aunque no comprendió ni jota de lo dicho por su jefe, interpretando que debía declarar - gorra en mano - inicio su alegato. -“Pues vera, íbamos yo y este – y señalaba al otro compañero de pareja – y aquí el marido de la prójima, que nos abrió la puerta, y después de entrar llegamos hasta el dormitorio, donde la mujer de aquí el presente, estaba en la cama con otro hombre, los dos en cueros y haciendo... haciendo... en fin ya me entiende usted...”

-“¿Colijo – indagó nuestro héroe con meditada parsimonia – que lo que ansía usted enunciar, es que apreció con perspicuidad, como cohabitaban ambos en la yacija, solazándose?

-“Que va, no señor
- aclaró categórico el guardia – lo que estaban haciendo era follar, y no tomando el sol - como vuecencia dice -  sino con las ventanas cerradas y la luz apagada”.

Sin inmutarte, Don Leocadio se dirigió de nuevo al secretario al que dijo –“Acopie y exprese, en forma diáfana e hialina, lo por mi expuesto, señor amanuense, y obvie la jerga zafia y tosca, que acaba de oír”

Me contaron, que cuando sus atestados llegaban al juzgado y el secretario judicial informaba a su señoría que el instructor era Don Leocadio, el juez siempre daba la misma orden.

- “Pues ya lo saben, acérquenme un diccionario...”
                                       
J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)   

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