domingo, 22 de mayo de 2016

El teniente Landín


Aunque era de mi tierra, conocí a Landín en Madrid. Estaba destinado en una unidad de caballería de la Guardia Civil, hoy ya extinta, adonde yo solía acudir cada final de mes de mi época estudiantil, en demanda de auxilio económico, ante un amigo destinado en su mismo cuartel.

Landín había ingresado en la Benemérita, durante la segunda fase de nuestra guerra civil, cuando para pertenecer al cuerpo se exigía saber leer y escribir y las cuatro reglas, aunque si la afección al régimen militar era mucha, se podían obviar algunos de tales requisitos, y precisamente, este fue el caso de nuestro amigo.

Siendo ya guardia, tuvo la suerte de participar con fortuna, en una acción de armas de un lánguido frente de combate del sur, y ello le valió los galones de cabo, en cuyo empleo se encontraba al acabar la contienda.

En la década de los cuarenta, la carrera de un guardia civil de base era el ascenso a cabo, el resto venía dado por el sistema. Solo se precisaba de paciencia, buena conducta y el tiempo y el escalafón se encargaban de hacer el resto.

Landín - en la forma antes descrita - de forma lenta pero efectiva, fue pasando por todos los empleos militares, y estando ya próxima su jubilación, recibió, ¡por fin! las ansiadas estrellas de teniente.

Pasados los primeros momentos de alegría, por haber logrado llegar a oficial, y tras relacionarse de igual a igual con los que hasta ayer habían sido sus jefes, Landín, comprendió que aquello no era tan maravilloso como de lejos le pareciera.

Los demás oficiales, hombres preparados y con sólida formación, aceptaron a Landín de buen grado, pero la abismal diferencia cultural que les separaba, hacía que sus contactos, no pasasen de las rituales fórmulas que la educación prescribe.

Por eso, nuestro hombre, continuó frecuentando la cantina y la amistad de la tropa, entre los que se sentía - debido a su rango - a la vez igual, y diferente. Allí se le podía encontrar cada vez que tenía ocasión, alardeando de su condición de oficial, y dejándose invitar por sus subordinados, que en su mayoría más cultos que él, hacían chacota general de sus palabras.

Cierto día que, como siempre, se encontraba rodeado de jóvenes guardias francos de servicio, y con ganas de bromas, uno de ellos le invitó a una ronda:

- ¿Qué desea tomar mi teniente?, le preguntó.
- Un vidrio -contestó Landín, que se refería con esta frase a un vaso de vino.
-¿Tinto o blanco?, continuó el otro.
- Me es inverosímil, respondió muy serio el teniente.
-¿Querrá usted decir indiferente, mi teniente?, espetó de nuevo el guardia, en voz más alta para que todos le oyeran.
- Son palabras sinagogas..., remató Landín, mientras se disponía a tomar el vino, entre una carcajada general.

El juicio que de Landín se tenía en su unidad, lo sintetizó un día un capitán de la misma, que hablando del singular teniente durante la tertulia en la sala de oficiales, sorprendió a sus compañeros de armas con esta frase:
- Caballeros- argumentó- digan ustedes lo que digan, yo sostengo que Landín ha hecho una gran carrera en la Guardia Civil.
Todos guardaron silencio, mirando un poco desconcertados al que hablaba, que continuó:
- Si señores, una gran carrera. Tengan ustedes en cuenta, que Landín, ingresó en la Guardia Civil de caballo...
La risa de los oficiales puso fin a la cita.

Landín, se jubiló de teniente, y marchó a su pueblo natal, en donde continuó siendo centro de atención, en las tertulias del Casino de la Plaza Mayor, en las que con el tiempo, llegó a ascenderse hasta el grado de comandante.

La muerte le sorprendió un día con un “vidrio” en su mano - al que, como casi siempre, le habían invitado - mientras contaba por enésima vez, una historia de sus tiempos de milicia, en cada ocasión algo diferente de las otras.

J. M. Hidalgo (Historias de Gente Singular)

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